domingo, 21 de marzo de 2010

Poesía



Cuando decidí estudiar filosofía hubo quien me advirtió sobre mi insensatez. Si de verdad fueras inteligente, me decían, estudiarías algo más productivo, algo que te permita ganar dinero, además ¿qué es eso de la filosofía? ¿Para qué sirve? Entonces no tenía respuestas, sólo sabía que quería estudiar lo mismo que Juan García Ponce, mi escritor favorito. A decir verdad nunca me propuse ser filósofa ni nada por el estilo, yo lo que quería era escribir. Específicamente escribir cuentos. Entonces llegué a redactar varios relatos que pretendían ser policíacos y de suspenso, incluso llegué a ganar un concurso a nivel estatal en el bachillerato. Sin embargo, no sé en qué feliz momento me desvié del camino narrativo hacia el de la poesía.

Recuerdo el primer poema que escribí. Era un poema sobre la muerte. Después, lo confieso, escribí muchos cursis versos de temática amorosa. En esa época, con apenas quince o dieciséis años, no tenía una idea clara de lo que era la poesía o la literatura. Creo que en general no tenía idea clara de nada excepto de que me gustaba leer y escribir. La lectura y la escritura siempre me han causado un profundo placer. Incluso los libros que me han hecho llorar o que me han herido de formas visibles e imperceptibles, incluso esos los he encontrado placenteros.

No fue sino cuatro o cinco años luego de haber terminado la carrera de filosofía que retomé mi propósito originario. Ingresé en talleres y cursos de escritura, escribí algunos libros de poesía primerizos, tentativos. Alguien que camina en la oscuridad por un pasillo. Dar algunos tumbos cuando se intenta llegar. No saber la dirección pero seguir insistiendo desde el extravío. Ése sería el estado de las cosas.

María Negroni dice que la palabra poética es un puente entre ningún lado y ningún lado, una consternación, un atajo para ir, de lo que todavía no ha sido a lo que, tal vez, nunca será. Después de tantos años pienso en esa adolescente que escribía versos en su máquina de escribir mecánica. Así, nada más porque sí, porque le gustaba cómo sonaban las palabras. Porque le asombraba que si las juntaba decían cosas que la hacían sentir ese ligero estremecimiento que aún sigo sintiendo cuando consigo escribir algo que me gusta. Cuando leo algo que disfruto.

Hoy 21 de marzo se celebra el día internacional de la poesía y no encuentro un mejor modo de celebrarlo que recordar cómo la poesía me tomó algún día de la mano y me ha hecho embarcarme en insospechados viajes. Aquí, para el festejo, un poema de María Negroni: habría que decir / un trazo / de ningún lado a ningún lado / o bien esa minúscula / alegoría de lo abstracto / el mundo / acaso / / efímerotejiendo / signos imprecisos / de un alfabeto olvidado / o estrellas / donde comienza el deseo / de no morir / y morir / esas ganas de arder / en lo incompleto / como un rojo que colmara / una ausencia con su ausencia / habría que decir lo que promete / una moneda a la absoluta / casa imaginaria / y trae siempre / lo que tuvo que traer / como deriva luminosa / de un fracaso.

martes, 16 de marzo de 2010

Zona de derrumbes




Uno observa a través de la ventanilla: la carretera de este libro está húmeda, ciertas gotas céleres tiemblan y resbalan por el espejo retrovisor. La línea que divide simétrica este asfalto-página es un verso sinuoso. Los señalamientos a la orilla son acotaciones, pies de página de un discurso fragmentario, de un periplo que la voz origina y hace posible sólo a través de un renombrar las heridas, las fracturas, los derrumbes.

El deseo es siempre un viaje que iniciamos de manera intempestiva, un vertiginoso recorrer la distancia entre los cuerpos, un no reconocerse en los espejos de la extranjería. Es precisamente de ese otro/otra que somos, cuando por el deseo o el amor salimos de nosotros mismos, que nos habla Abril Castro en su poemario Zona de derrumbes. De esa desolación por la lejanía que es al mismo tiempo un signo de unión. De esa inminencia de lo que rozamos apenas “con la punta de los dedos”, como si temiésemos que tras la tersura estuviera agazapado el destierro. Del deseo como pulsión, como fuerza instintiva que nos impulsa, que nos arrastra, que nos transfigura en la otredad del que se desdice y asevera, junto con la poeta: “este animal que se arrastra por beberte no es mi cuerpo.” Pero si lo dijéramos mentiríamos porque es nuestro cuerpo el que, vulnerable, encuentra esa identidad extraviada en el cuerpo deseado, amado. Es nuestro cuerpo esa zona frágil y quebradiza, esa carretera transitada por la velocidad del riesgo, por la proximidad con el filo y el abismo.

Y porque el deseo es inevitable dialéctica entre la presencia y la ausencia, Abril Castro, en ésta, su ópera prima, también nos habla del dolor, definiéndolo como una forma de contacto; nos habla de la rabia que, como el amor, se agota; del desposeimiento y los escombros, del vacío y del polvo en escaleras sin barandales, de la soledad y sus ruidos nocturnos, “del cadáver de todos los cadáveres”, de ese “perro herido, perro idiota” que somos todos cuando añoramos lo perdido y no nos sirven la palabras ni la oscuridad para revertir el tiempo, la caída.


Por eso en este libro hay versos como látigos: veloces, breves, precisos en el dolor que son capaces de conjurar. Por eso las palabras y las imágenes que en estas páginas-carreteras se disgregan, que se fragmentan en vertical caída, como la memoria de lo fugaz, de lo efímero. Por eso la irrupción de vocablos en el viento, pendientes de un hilo invisible, azogados por la sombra de la tempestad. Por eso jugar con el lenguaje: aumentarlo, disminuirlo, desarticularlo, desgarrarlo en jirones contundentes, en límbicas preposiciones, en sentencias rasgadas por un bisturí deconstructivo.

Por eso la repetición de lo inasible: el eterno retorno, “el día serpiente que arremolinado persigue su cola.” Por eso el azar, los accidentes, la casualidad, los encuentros fortuitos. Por eso la nostalgia y el inventario de las horas. Por eso ella y tú, mientras la ciudad se abandona a sí misma para convertirse en otra.

domingo, 7 de marzo de 2010

¿Son todos los hombres infieles?


Cuando alguien generaliza, por lo regular suelo dudar de la naturaleza de sus afirmaciones. Es claro que hay una enorme cantidad de temas sobre los cuales se puede generalizar adecuadamente. No es lo mismo decir “todos los vertebrados son seres que tienen estructura ósea” a aseverar que “todas las mujeres son malas conductoras”. Durante seis años impartí la materia de habilidades de pensamiento a nivel bachillerato y constaté en el ejercicio diario con mis alumnos que una de las habilidades que más trabajo les costaba adquirir era precisamente esa, la de formular generalizaciones adecuadas.

Pensemos en un ejercicio simple, yo les proporcionaba la siguiente frase a mis alumnos: “muchos jóvenes van al antro el fin de semana”. Les pedía que la “normalizaran”, es decir, que la convirtieran en una generalización correcta. La respuesta en exámenes y tareas de más de la mitad de mis alumnos era: “todos los jóvenes van al antro los fines de semana”, en lugar de “algunos jóvenes van al antro los fines de semana”. En su mente, la conversión o equivalencia pertinente del “muchos” al “algunos”, no existía. Ellos saltaban del “muchos” al “todos” con una facilidad asombrosa. Tras analizar con ellos las respuestas y cuestionarlos, lo peor de todo era que a pesar de estar conscientes del error, algunos se empeñaban en mantener su postura. Tuve alumnos que defendieron a capa y espada juicios de valor como: “todos los hombres son infieles”, “todas las mujeres se tardan mucho en arreglarse”, “todos los abogados son transas” o “todos los libros son aburridos”. Recuerdo el caso específico de un chico que, enojado, me pedía que en un examen le calificara como acertada la siguiente generalización: “todas las mujeres son unas interesadas”. Le dije: si esa afirmación es cierta, entonces tu mamá, tus hermanas y tu novia también lo son. Desde luego, repuso él, si por eso lo digo. Está bien, concedí, pero si dices “todas las mujeres” te estás refiriendo a TODAS LAS MUJERES que existen en el mundo, y dudo mucho que tú puedas conocer a las mujeres africanas, francesas, orientales, árabes, es decir, a la totalidad de las mujeres. El muchacho contestó “es que todas las novias que he tenido han sido unas interesadas que sólo se han acercado a mí por mi dinero”. Ah, le reviré, entonces ésa sí puede ser una generalización adecuada: “todas las novias que tú has tenido han sido unas interesadas”, pero eso, si lo queremos “normalizar”, sólo nos lleva a decir que “algunas mujeres son interesadas. Después de analizarlo el chico estuvo de acuerdo, pareció darse cuenta, tras algunos ejemplos más que sus propios compañeros le plantearon, que no podía hacer un juicio de valor sobre TODAS las mujeres. Es decir, me parece que se percató de la naturaleza trascendente del uso de la palabra “todos”.

La materia de habilidades de pensamiento se cursaba dos horas a la semana durante dos semestres. Ese era más o menos el tiempo que me llevaba hacerlos cuestionarse su forma de razonar. Hacerlos darse cuenta de la gran cantidad de veces que emitimos generalizaciones apresuradas e incorrectas. De la ligereza con que solemos emplear la palabra “todos”. Y lo más importante: hacerlos percatarse que muchos de los prejuicios y actos de discriminación están afincados en estas generalizaciones falsas.

lunes, 1 de marzo de 2010

La verdadera historia de Caperucita Roja



“Había una vez una niñita a la que su madre le dijo que llevara pan y leche a la abuela. Mientras la niña caminaba por el bosque, un lobo se le acercó y le preguntó adónde se dirigía. –A la casa de mi abuela– le contestó. –¿Qué camino vas a tomar, el camino de las agujas o el de los alfileres? –El camino de las agujas. El lobo tomó el camino de los alfileres y llegó primero a la casa. Mató a la abuela, puso sangre en una botella y partió su carne en rebanadas sobre un platón. Después se vistió con el camisón de la abuela y esperó acostado en la cama. La niña tocó a la puerta. –Entra, hijita. –¿Cómo estás, abuelita? Te traje pan y leche. –Come tú también, hijita. Hay carne y vino en la alacena. La pequeña niña comió así lo que se le ofrecía; y mientras lo hacía, un gatito dijo: –¡Cochina! ¡Has comido la carne y has bebido la sangre de tu abuela! Después el lobo le dijo: –Desvístete y métete en la cama conmigo. –¿Dónde pongo mi delantal? –Tíralo al fuego; nunca más lo necesitarás. Cada vez que se quitaba una prenda (el corpiño, la falda, las enaguas y las medias), la niña hacia la misma pregunta; y cada vez el lobo le contestaba: –Tírala al fuego; nunca más la necesitarás. Cuando la niña se metió en la cama, preguntó: –Abuela, ¿por qué estás tan peluda? –Para calentarme mejor, hijita. –Abuela, ¿por qué tienes esos hombros tan grandes? –Para poder cargar mejor la leña, hijita. –Abuela, ¿por qué tienes las uñas tan grandes? –Para rascarme mejor, hijita. –Abuela, ¿por qué tienes esos dientes tan grandes? –Para comerte mejor, hijita. Y el lobo se la comió”.

En su libro “La gran matanza de gatos y otros episodios en la historia de la cultura francesa”, Robert Darnton nos ofrece ésta y otras versiones poco conocidas de algunos de los cuentos infantiles clásicos. Extraída del libro “Le conte populaire francais” (1976), de Paul Delarue y Marie-Louise Tenéze, Darnton afirma que la aquí transcrita es la versión original del cuento de Caperucita Roja que, palabras más palabras menos, se “relataba junto a las chimeneas en las cabañas de los campesinos, durante las largas noches invernales en la Francia del siglo XVIII.”

La difundida versión de los hermanos Grimm, por su parte, tendría su fuente primordial (junto con “El gato con botas” y “Barba azul”) en la alemana Jeannette Hassenpflug, una vecina y amiga que a su vez había escuchado los cuentos en boca de su madre, una hugonota francesa. Resulta importante acotar que la versión de los hugonotes (quienes llegaron a Alemania tras la persecución de Luis XIV de que fueron objeto) no provenía de la tradición oral popular, sino de los escritos de Charles Perrault, quien, si bien “había tomado su material de la tradición oral de la gente común (su fuente principal probablemente fue la niñera de su hijo)”, había también retocado las versiones originales para añadirles un cierto refinamiento a gusto de los cortesanos y los salones. Así, sería la propia Jeannete Hassenpflug, quien introduciría el final feliz a la historia de Caperucita Roja, basándose a su vez en otra historia: “El lobo y los niños”.

Es ésa, la de los Grimm y Perrault y Hassenpflug, la maquillada versión que se cuenta a los niños hoy en día. Pero es ésta, la aquí transcrita, la torva versión original de Caperucita Roja, la que se queda en mis pesadillas.