domingo, 20 de septiembre de 2009

Miércoles de ceniza




Tengo que confesarlo así, a bocajarro: la primera vez que leí este poemario me solté a llorar sobre la mesa, con las páginas en la mano, sin poder ni quererme detener. Fue primero un llanto estrepitoso, atropellado, el llanto de quien se reconoce en un espejo punzante e imprevisto. A medida que a pesar de las lágrimas continué leyendo, esa emoción desordenada fue seguida por una cierta mansedumbre, por una justa lasitud que fue apoderándose de mi ánimo. El nudo en la garganta cedió poco a poco y al paso de los días volví a los poemas como quien regresa a una casa ajena que sin embargo le pertenece.

Este poemario es precisamente eso, una casa edificada sobre la memoria de lo que se ha ido, una casa rota cuyos cimientos y paredes fracturadas no hacen sino evocar el murmullo de una letanía, de una oración repetida hasta que las palabras adquieren otro peso, otra distancia. Una casa de versos largos cuyos significados se adhieren a la respiración de un ritmo versicular, una cadencia que nos conduce con un andar tranquilo pero denodado por habitaciones y pasillos donde el silencio es una manera de nombrar la fugacidad de la pérdida. Una casa por donde caminamos del sótano a la azotea, de la resignación al quebranto, de la sumisión a la nulidad, de la cotidianeidad a la ruptura. Una casa devastada por la persistencia de los escombros: un corazón desbaratado. Una casa que es un padre, un padre que es ausencia, la ausencia irredimible de la muerte: “Muerto eras pesado y dócil, lento, profundo, cabizbajo (…) / Muerto eras más mi padre que nunca (…)”

En los poemas de Elvia Ardalani la muerte del padre se revela por momentos como una sosegada conciencia de la finitud existencial, sustentada en la noción de que la pervivencia de lo amado es posible a través de la pertenencia, del vínculo indestructible que la memoria, a pesar de ser inmanente, crea entre los dos fragmentos de tiempo desunidos. No obstante este preciso conocimiento racional de la condición mortal del ser humano, la poeta no puede evitar el cuestionamiento ante la imposibilidad, ante la irreversibilidad que la muerte, como irrupción definitiva, como rompimiento absoluto con la temporalidad corpórea, plantea a través del duelo: “No pude entrar al auto, cruzar puentes, golpear la puerta inesperadamente para encontrarte antes que todo (…) / Yo tampoco sabía que llevabas la muerte amarrada a la cintura como un suéter oscuro (…)”

La muerte se manifiesta a través de los versos de Ardalani como la impotencia ante la imprevisibilidad y la contingencia de nuestra fragilidad humana. No es posible intuir “el cataclismo indulgente de la lluvia” porque la muerte, como el infortunio en palabras de la narradora española Rosa Montero, las más de las veces se aproxima con “callados e insidiosos pies de trapo”.

“Transfugado en tu muerte eras hermoso (…) / Muerto eras inmortal (…)” Para Ardalani la muerte se asume como la efímera belleza de la carne, como corporeidad cuyo sino es la inevitable transformación en polvo implícita en su esencia perecedera.

Y te amé tanto padre / y te amé tanto padre / como es capaz la arcilla / como florece el polvo el día de la ceniza (…)” Una casa en el tiempo detenida, un mecanismo descompuesto, una maquinaria averiada que se niega a seguir funcionando, eso es la muerte, pensé cuando pude leer este poemario ya sin lágrimas, “un jardín enyerbado” imposible de podar.

domingo, 6 de septiembre de 2009

La casa en la playa de Juan García Ponce



¿Es la playa un territorio del vacío, una frontera donde los contornos de la identidad se hacen miscibles y la turbia indeterminación de lo inacabado germina en la epidermis de todas las cosas? ¿Es La casa en la playa la fluvial morada de cuatro imprecisas figuras que refractan su soledad en el azogue pertinaz de la distancia, de la otredad testimonial –trinchera y almena–, del erotismo tribal de palabras y miradas que se quedan suspendidas como impulsos nonatos en la turgente levedad de la inminencia?

Elena –protagonista y voz narradora– sabe bien que en el cuerpo del deseo “toda presencia es más una ausencia”, un conjuro ad infinitum, una invocación de lo imposible que nos deja varados en el azaroso precipicio de lo inconcluso. Por eso comienza su historia en un presente que se disgrega en espiral abismo hacia el pasado adentrándonos en la caliginosa memoria de sus reinos perdidos, para luego ir recuperando poco a poco –de un modo casi imperceptible– la fluidez de la linealidad, y como una auriga presa de “una continuidad inexorable y absurda,” conducirnos lentamente hacia el oleaje final.


Los actantes principales de La casa en la playa (Elena, Martha, Eduardo y Rafael) se bifurcan entre la sensación de no ser dueños de sí mismos, de no pertenecerse, de hablar desde una garganta que pareciera vaciarlos, volverlos más lejanos, dispersos como una brisa que abarcara todo el ambiente sin estar en realidad en ningún sitio; y el impulso de entregarse al otro en una comunión identitaria que los rescate de la vacuidad, de la erosión del sentido. De ahí la necesidad de ser exonerados de su extranjería existencial en “una unión inevitable, que sin embargo, los deja más solos”, la urgencia subrepticia por ser redimidos de su expulsión del paraíso de un pasado mítico (la infancia en el caso de Eduardo y Rafael, la adolescencia y juventud para Elena y Martha). Así, los habitantes de La casa en la playa –“personajes solitarios en playa vacía”- deambulan enceguecidos “por una deslumbrante claridad y ausencia casi total de movimiento” en la “que todas las cosas se contemplan a sí mismas, fijas para siempre.”


Las voces que se escuchan –ecos de un mar construido sobre cimientos de incertidumbre y nostalgia– dentro y detrás de las humedecidas e invisibles paredes de La casa en la playa, murmuran en su penumbra crepuscular una verdad hecha de sal y arena que nos orilla a asumir que jamás sabremos quienes somos porque nunca somos quienes creemos ser, que jamás volveremos a lo que creímos ser porque el tiempo –ese “movimiento demasiado silencioso y secreto para ser real”– nos devora subrepticio y mortal, “como si un leve velo morado diluyera los perfiles, haciendo irreales las cosas,” tornándonos cada vez más exiliados de nosotros mismos, más fantasmas de fantasmas.