viernes, 29 de mayo de 2009

Aquí Tijuana (que no Tampico) es lo azul



Mis primeros viajes fueron por carretera. Acurrucada sobre las piernas de mi madre en el asiento delantero del automóvil gris de mi tío Fernando. En el trayecto la música de los casetes de mis primos, las conversaciones de los adultos que me iban adormeciendo, las breves paradas en puestos de comida siempre acogedores, los mareos por las curvas. La sensación que me acompaña desde entonces cada que viajo: la de estar en ninguna parte, la de ser nadie, la de habitar una zona límbica.


Veinticinco años después de eso miro las nubes desde un avión (nadie debería decir la palabra nube sin haberlas visto a esa altura, como alfombras imposibles de humo algodonado). Observo el mar de Cortés y las montañas. Veo la línea momentos antes de aterrizar en el aeropuerto de Tijuana. Al pasar por el área de seguridad me preguntan ¿de dónde viene? Pienso en la cara que pondría en guardia si le dijera que arribo desde ningún lugar. Pero lo cierto es que le digo que de Tampico y el policía, indiferente, ni siquiera se toma la molestia de asentir con la cabeza. Entonces supongo que tal vez el vigía no habría notado la diferencia si le hubiera dicho que vengo de ningún lugar.


Al salir del aeropuerto el recorrido paralelo al muro de la línea. Lo paradójico: el óxido y la aparente fealdad de esa barda es justo lo que la hace más apetecible a mis ojos. Me agrada la repetición de imágenes en su longitud, las cruces que son pérdidas, la garganta en vilo, el conteo final.


La ciudad me recibe con cerveza y amigos. Con tacos de pescado y mariscos. Con bares que no cierran nunca y noches que no acaban. Con gente desconocida salida de la nada, gente con la que se baila, se bebe, se cruzan palabras que luego el olvido. La ciudad me recibe por quinta vez y me muestra siempre un rostro diverso, un espejo distinto donde mirar mi propia invisibilidad.


Más tarde el mar del norte. La esquina. El límite. Pilegro ferros bato el auga (esto es lo que dice el letrero de la hilera que nos divide). Los sargazos sobre la arena oscura. Lo azul de un mar que no es el mío. La imagen de un hombre que mira hacia el otro lado a través de una rendija. La imagen de otro hombre, un hombre bala (que no onírico, sino real) cruzando por los aires visa en mano: desdiciendo/afirmando la frontera.


En el perímetro, dos puertos de cabotaje. Ensenada o la sinuosidad de una carretera junto a la costa, ese irse acercando al frío, la lentitud y la albura. Ese deslizarse que parece decirnos que si la vida está en otra parte es aquí, justamente aquí, donde se encuentra. Mexicali o la ígnea Rumorosa, paisaje pétreo de roca interminable, vértigo de asfalto a la vera del precipicio, osamentas de metal abandonadas en las laderas incineradas. Calor como sombra que exige forzosamente una cerveza fría.


Después de los días está el retorno (si es que es posible retornar). Ser otra o nadie. Ser sólo tránsito sin nombre mientras viajo.