sábado, 18 de septiembre de 2010

Las serpentinas del olvido



Luego de todo el bombo y platillo del que estuvieron rodeados los preparativos de los festejos del gobierno federal con motivo del Bicentenario de la Independencia de México (acotemos aquí el exorbitante presupuesto, los organizadores extranjeros contratados con la debida antelación y toda la parafernalia mediática desplegada en las televisoras), yo francamente me esperaba otra cosa.

Apenas ayer leía una columna en la que se criticaba la pésima cobertura del evento por parte de las televisoras (con excepción de CNN). El columnista hacía notar sus fallas técnicas y su provincianismo: su falta de visión y de propuesta, lo mediocre y poco creativo de su oferta.

Pero si la cobertura es criticable, la calidad y la propuesta del evento en sí lo resulta más. Que hayan logrado congregar a más de cuarenta mil personas en el Zócalo no es logro alguno, en una ciudad de más de veinte millones de habitantes tal cantidad resulta ridícula. Y más allá de la asistencia, la cual estaba asegurada de antemano, el asunto es que la naturaleza de un evento histórico de tal envergadura merecía un espectáculo de altura y, para ser francos, lo que pudimos apreciar los televidentes desde casa dejaba mucho que desear. No dudo que quieres estuvieron presentes se la hayan pasado bien y se hayan divertido, pero el suma todo el numerito no me pareció más que un remedo de una fiesta de pueblo, pero qué digo si las fiestas de pueblo son mucho más bonitas y tienen más sentido. El adjetivo que estoy buscando tiene más que ver con la fatuidad, eso: se trató de un espectáculo pretencioso, con ínfulas, una promesa de algo inolvidable y soberbio que se quedó sólo en eso, en promesa.

Porque, planteémoslo así, honestamente nadie puede aseverar que será inolvidable para todos los mexicanos haber oído cantar a Paulina Rubio y a Aleks Syntek (lo increíble es que de toda la extensa gama de cantantes nacionales escogieran precisamente a una de las más ignorantes y superficiales). Nadie puede aseverar que será inolvidable haber oído cantar a Natalia Lafourcade o a Armando Manzanero. Incluso, nadie puede afirmar que un puñado tenores y Eugenia León sean inolvidables. Nadie puede afirmar que un desfile deslucido, que unos carros alegóricos que no tenían nada fuera de lo común, que un grupo de animosos pero descuadrados voluntarios siguiendo los pasos de coreografías de tablas rítmicas mal hechas (peores que esas que todos alguna vez bailamos en la primaria), ataviados con disfraces y utilería que bien podían haber salido de alguna de las telenovelas de Televisa o Tv Azteca, van a ser inolvidables. Nadie puede aseverar que unos acróbatas sobrevaluados formando la palabra México con sus cuerpos y haciendo un performance de bajo presupuesto van a ser realmente inolvidables.

Mi punto es precisamente ese: todo lo que hubo en esa fiestecita tan cara y tan cacareada es perfectamente olvidable. Los adornos monumentales, las caras tricolores, las banderitas, la raza bailando slam a ritmo de La Maldita, la pirotecnia multicolor e incluso el anodino grito de un Calderón que se veía chiquito, chiquito (vamos, que se veía de la estatura del evento que estaba presidiendo).

La pregunta es ¿qué es lo que si vamos a recordar al paso de los años? ¿Qué es lo que si merece la pena ser recordado? Yo creo que lo no deberíamos permitir que cayera en el olvido son nuestros muertos. Pero no desde la necrofilia de un discurso patriotero, no desde el ritualismo barato (la exhibición de urnas y restos humanos) ni desde la exaltación de una heroicidad impoluta. Yo creo que lo que no debemos olvidar es que el pasado es siempre nuestro presente; que el pasado es siempre futuro.

domingo, 12 de septiembre de 2010

Barcos de papel



Con Carlos González Salas platiqué una sola vez en mi vida. A su casa, a su habitación, a la vera de la cama donde yacía me condujo Marco Flores, actual Cronista Vitalicio de Tampico. El asunto que en aquel entonces me llevaba a visitarlo tenía algo que ver con la presentación de un libro de un viejo amigo suyo. Recuerdo que aproveché la ocasión para obsequiarle un libro mío y él preguntó sobre el estado de las cosas con la literatura contemporánea en el puerto. Con apatía le dije lo sabido: que no había mucho que contar.

Esa fue la primera vez que lo vi en persona y la única que conversé con él. Sin embargo puedo decir que años atrás había establecido una suerte de relación con él, o más bien dicho, con sus libros. Me explico: hace aproximadamente una década el padre hizo una donación de libros a la biblioteca del Instituto de Estudios Superiores de Tamaulipas. No consigo precisar si todavía me encontraba ahí en calidad de universitaria o ya me desempeñaba como profesora, lo que si recuerdo es que ese acervo, el que había donado Carlos González Salas, lucía siempre solitario.

A ese acervo me acerqué y de ahí extraje para mi disfrute una gran cantidad de títulos de literatura, ciencias sociales y filosofía. No sería sino hasta mi ingreso como Jefa del Archivo Histórico que me encontraría directamente con la vasta obra escrita por el entonces Cronista Vitalicio y quedaría maravillada con la minuciosidad de los tres tomos de su Historia de la Literatura en Tamaulipas. Debo señalar que sólo por lo completo y exhaustivo de este trabajo me parece encomiable y difícilmente superable la labor como investigador e historiador que realizó Carlos González Salas; y lo anterior lo afirmo con el conocimiento de causa de quien ha leído las demás antologías sobre historia de la literatura en nuestro estado.

En días pasados el Archivo Histórico de Tampico y el ahora Cronista Vitalicio de Tampico, Marco Flores Torres, le organizamos un pequeño homenaje a Carlos González Salas. Se trató de un evento desmarcado de protocolos, más bien una reunión entre amigos. Por eso me dio gusto escuchar las anécdotas que cada uno de los oradores compartió. Ahí conocí a un Carlos González Salas impráctico, inútil para la vida ordinaria, un Carlos González Salas huraño que decidió amurallarse por un tiempo, un Carlos González Salas idealista y quijotesco, un hombre apasionado por el conocimiento y por su fe, un hombre entregado a sus ideas y a sus acciones, en suma: un hombre bueno, tal como lo describió el Lic. Compeán Vibriesca.

Ese mismo día, luego del homenaje, al salir del Archivo fui con mi compañera de trabajo Honoria a la casa del padre, me había comentado que Reyna, una de las muchachas que estuvo a su cuidado quería donar al Archivo algunas de las obras de su autoría, reconocimientos y diplomas. Así fue como por segunda vez volví a ese departamentito, ahora vacío sin el padre. Así fue como estando ahí supe que estaban en venta algunos de los libros de la biblioteca de Carlos González Salas y empecé a revisar el material previamente clasificado: literatura, filosofía y teología, entre otros rubros. Escogí algunos libros, casi todos de poesía, la mayoría de Octavio Paz.

Así es como ahora, de nuevo a través de sus libros (de sus anotaciones, de sus subrayados, de los pequeños papelitos que al descuido se quedaron guardados entre sus hojas), me preparo a entablar una relación bibliófila con los libros que alguna vez Carlos González Salas tuvo en sus manos, en su escritorio, en su buró, y que ahora yacen en la mesita al lado de mi cama.