¿Es la playa un territorio del vacío, una frontera donde los contornos de la identidad se hacen miscibles y la turbia indeterminación de lo inacabado germina en la epidermis de todas las cosas? ¿Es La casa en la playa la fluvial morada de cuatro imprecisas figuras que refractan su soledad en el azogue pertinaz de la distancia, de la otredad testimonial –trinchera y almena–, del erotismo tribal de palabras y miradas que se quedan suspendidas como impulsos nonatos en la turgente levedad de la inminencia?
Elena –protagonista y voz narradora– sabe bien que en el cuerpo del deseo “toda presencia es más una ausencia”, un conjuro ad infinitum, una invocación de lo imposible que nos deja varados en el azaroso precipicio de lo inconcluso. Por eso comienza su historia en un presente que se disgrega en espiral abismo hacia el pasado adentrándonos en la caliginosa memoria de sus reinos perdidos, para luego ir recuperando poco a poco –de un modo casi imperceptible– la fluidez de la linealidad, y como una auriga presa de “una continuidad inexorable y absurda,” conducirnos lentamente hacia el oleaje final.
Los actantes principales de La casa en la playa (Elena, Martha, Eduardo y Rafael) se bifurcan entre la sensación de no ser dueños de sí mismos, de no pertenecerse, de hablar desde una garganta que pareciera vaciarlos, volverlos más lejanos, dispersos como una brisa que abarcara todo el ambiente sin estar en realidad en ningún sitio; y el impulso de entregarse al otro en una comunión identitaria que los rescate de la vacuidad, de la erosión del sentido. De ahí la necesidad de ser exonerados de su extranjería existencial en “una unión inevitable, que sin embargo, los deja más solos”, la urgencia subrepticia por ser redimidos de su expulsión del paraíso de un pasado mítico (la infancia en el caso de Eduardo y Rafael, la adolescencia y juventud para Elena y Martha). Así, los habitantes de La casa en la playa –“personajes solitarios en playa vacía”- deambulan enceguecidos “por una deslumbrante claridad y ausencia casi total de movimiento” en la “que todas las cosas se contemplan a sí mismas, fijas para siempre.”
Las voces que se escuchan –ecos de un mar construido sobre cimientos de incertidumbre y nostalgia– dentro y detrás de las humedecidas e invisibles paredes de La casa en la playa, murmuran en su penumbra crepuscular una verdad hecha de sal y arena que nos orilla a asumir que jamás sabremos quienes somos porque nunca somos quienes creemos ser, que jamás volveremos a lo que creímos ser porque el tiempo –ese “movimiento demasiado silencioso y secreto para ser real”– nos devora subrepticio y mortal, “como si un leve velo morado diluyera los perfiles, haciendo irreales las cosas,” tornándonos cada vez más exiliados de nosotros mismos, más fantasmas de fantasmas.
1 comentario:
Hace días, desde que vi una nota dél en la televisión, que tengo ganas de leerlo. Hasta pensé en sacar credencial de la biblioteca municipal, por fin. Pero no he tenido tiempo. Queda pendiente ese té de durazno; un saludo, Sara.
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