Uno observa a través de la ventanilla: la carretera de este libro está húmeda, ciertas gotas céleres tiemblan y resbalan por el espejo retrovisor. La línea que divide simétrica este asfalto-página es un verso sinuoso. Los señalamientos a la orilla son acotaciones, pies de página de un discurso fragmentario, de un periplo que la voz origina y hace posible sólo a través de un renombrar las heridas, las fracturas, los derrumbes.
El deseo es siempre un viaje que iniciamos de manera intempestiva, un vertiginoso recorrer la distancia entre los cuerpos, un no reconocerse en los espejos de la extranjería. Es precisamente de ese otro/otra que somos, cuando por el deseo o el amor salimos de nosotros mismos, que nos habla Abril Castro en su poemario Zona de derrumbes. De esa desolación por la lejanía que es al mismo tiempo un signo de unión. De esa inminencia de lo que rozamos apenas “con la punta de los dedos”, como si temiésemos que tras la tersura estuviera agazapado el destierro. Del deseo como pulsión, como fuerza instintiva que nos impulsa, que nos arrastra, que nos transfigura en la otredad del que se desdice y asevera, junto con la poeta: “este animal que se arrastra por beberte no es mi cuerpo.” Pero si lo dijéramos mentiríamos porque es nuestro cuerpo el que, vulnerable, encuentra esa identidad extraviada en el cuerpo deseado, amado. Es nuestro cuerpo esa zona frágil y quebradiza, esa carretera transitada por la velocidad del riesgo, por la proximidad con el filo y el abismo.
Y porque el deseo es inevitable dialéctica entre la presencia y la ausencia, Abril Castro, en ésta, su ópera prima, también nos habla del dolor, definiéndolo como una forma de contacto; nos habla de la rabia que, como el amor, se agota; del desposeimiento y los escombros, del vacío y del polvo en escaleras sin barandales, de la soledad y sus ruidos nocturnos, “del cadáver de todos los cadáveres”, de ese “perro herido, perro idiota” que somos todos cuando añoramos lo perdido y no nos sirven la palabras ni la oscuridad para revertir el tiempo, la caída.
Por eso en este libro hay versos como látigos: veloces, breves, precisos en el dolor que son capaces de conjurar. Por eso las palabras y las imágenes que en estas páginas-carreteras se disgregan, que se fragmentan en vertical caída, como la memoria de lo fugaz, de lo efímero. Por eso la irrupción de vocablos en el viento, pendientes de un hilo invisible, azogados por la sombra de la tempestad. Por eso jugar con el lenguaje: aumentarlo, disminuirlo, desarticularlo, desgarrarlo en jirones contundentes, en límbicas preposiciones, en sentencias rasgadas por un bisturí deconstructivo.
Por eso la repetición de lo inasible: el eterno retorno, “el día serpiente que arremolinado persigue su cola.” Por eso el azar, los accidentes, la casualidad, los encuentros fortuitos. Por eso la nostalgia y el inventario de las horas. Por eso ella y tú, mientras la ciudad se abandona a sí misma para convertirse en otra.
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