martes, 2 de febrero de 2010

Epicentros



La penumbra de una sala solitaria siempre me recuerda mi infancia. Un sillón. El reflejo ambarino de algún foco lejano y en la consola el sonido de la radio. La voz de algún locutor de la ciudad de México. En el 84 yo tenía 6 años y vivía en la ciudad de Querétaro. La grabación que escucho es el eco de un discurso interrumpido. La voz de Rockdrigo llega subrepticia, prístina en su fluir de imposibilidad, se trata de una entrevista de radio mexiquense, se trata de la primera vez que lo oigo hablar, que tengo la posibilidad de conversar con él a pesar de la distancia. Lo escucho, y discrepo y converjo. Habla el compositor de los farsantes del canto nuevo: hoy, dice el profeta del nopal, cualquiera con una guitarra pretende, aparenta un decir panfletario.

Pero el decir de las palabras de Rockdrigo no es simulacro, es revelación que avanza en sentido opuesto al derrotero de las máscaras: ¿por qué los dioses no dejan de pensar sólo en sí mismos sin importarles que el mundo se pierda entre mil abismos? Los escritos de Rockdrigo son textos de desnudez, no porque en ellos necesariamente se aborde el cuerpo desprovisto de sus vestiduras, sino más bien, porque en ellos el ser, el auténtico rostro de las cosas, nos es develado como una continua búsqueda de esclarecimiento. La crítica social, moral, ética y filosófica se filtra entre sus líneas irónicas y beligerantes. El escepticismo y el idealismo se amalgaman una mixtura humanista, que se decanta por lo real, por lo que existe.

La epistemología literaria de Rockdrigo supone que la verdad existe, pero es inapresable. La verdad se diluye bajo las sombras en nuestro afán cosificador y consumista, se disgrega entre el orden “de lo mecánico y lo muerto”, se bifurca en la dicotomía del ser y el tener. No en balde, en calderoniana reminiscencia afirma “que la vida es un sueño”: el sueño amortizado de los que deciden dormir en lugar de vivir, en lugar de despertar al enfrentamiento con el azogue de una realidad que amedrenta.

A mí me gusta su calculado desparpajo, su preocupada despreocupación, la seriedad de sus juegos de lenguaje, la conmiseración de su sarcasmo. Me gusta que se burle de la pretensión intelectual, que diga que él quiere “ser veleta y estrenar tarjeta”, en suma, que le importa “un pito querer ser poeta”. Me gusta porque muy pocos lo dirían, muy pocos lo han dicho con acierto, con honestidad. Supongo que por eso pienso en Bukowski. he querido concluir esta columna con un poema donde el poeta norteamericano le dice al tampiqueño: los muertos no necesitan / aspirina o / tristeza / supongo / pero quizás necesitan / lluvia / zapatos no / pero un lugar donde / caminar /cigarrillos no / nos dicen / pero un lugar donde / arder. / O nos dicen: / Espacio y un lugar para / volar, / da / igual / los muertos no / me / necesitan / ni los / vivos.

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