domingo, 27 de diciembre de 2009

Feliz nada (parte 1)


Enero 08. Por las tardes y noches, tras largas caminatas, pasar por un café y encender un cigarro. Sentarme en una de sus bancas, mirar y mirar su fuente como si con ello alguna luminosidad, algún recuerdo minado por los años pudiese hacerse visible. Me hubiese gustado tomarme una fotografía ahí, sentada sobre sus muros de agua, mirando hacia la cámara, emulando lo que hace más de veinte años atrás. A un lado suyo, sí, como cuando niñas, antes de cualquier abismo ahora irreversible.

Febrero 02. 5:00 a.m. El disparo. El sobresalto (salir del sueño). El muy adentro dolor en el pecho. El recuerdo de la conversación. Luego pensar que sí, que tal vez es eso lo que no me deja dormir.


Marzo 15. En el sueño tu voz, tu decirme en el silencio: la cercanía. Como si lo supieras todo, o lo ignoraras igual, pero el presentimiento ahí. Como si espejo o certidumbre. Aparición / desaparición: el acto de un mudo mago: la prestidigitación de los símbolos. Pero ahí estabas o estuviste. Eras tú y al mismo tiempo todo lo otro, lo que no.


Abril 29. Hemos pasado estos días en un hotel de Chihuahua, sólo nos hemos desplazado por las mañanas a tomar nuestro curso de poesía. Lo demás han sido desayunos, charlas, café y cigarrillos. Sobremesas placenteras y tardes de revisión de textos junto a la alberca, cervezas y muchas risas. Es cierto, sí, los tapabocas, los antibacteriales, el lavado de manos, estar pendientes de las noticias. Todo poema es un fiesta, dice Octavio Paz. Ésa es nuestra fiesta, por ahora.

Mayo 29. Esto de dejar de fumar está de la chingada. Creí que lo más difícil había sido resistir la primera semana allá en Tijuana y Mexicali, con todo mundo fumando. Y con lo que me gusta fumar en los viajes, en los bares, en las calles y las noches de otras ciudades.

Junio 14. Debíamos los besos: la cerveza sobre el pecho y la luces tras la transparencia del vidrio, debíamos las horas perdidas en el sueño invencible de los desentendidos, la linterna extemporánea del abismo, eso, la estridencia de las manos sobre el cuerpo ajeno, la boca que nada, que decía del ayer la urdimbre, la boca-nada, este decir de sombras y molduras, por ejemplo: esos labios que apenas, su morder lentamente y efímero el nombre, sí, la orilla de la madrugada y la herida, definitivamente el simulacro, el antifaz de esta disyuntiva, pero cómo decirte sin esta cornisa donde lo que antes es difuminado, pero entonces las viejas canciones, los lugares visitados y tu profanación, eso, cómo desenterrar y volver nueva la distancia, pero lo largamente añorado ahora, así, espontáneo, inesperado, como ese aliento deseado que ahora se precipita, así, hacia el olvido, como los trapos viejos de un barco llamado "Saratoga", digamos Tampico 1888, la epidemia del cólera, la viruela, los toneles de pólvora para el saneamiento, digamos este vaivén incontrolable, digamos máquina de escribir de nombres rotos, plagio: narrativa imposible del cuerpo, distorsiones: contorsiones, algo que se pierde, que se fecunda sin ser visto: pero antes, antes la indisposición, el laberinto, antes la música que se cierne sobre este privilegio, el prodigio de besar de nuevo, eso, lo deseado…

lunes, 21 de diciembre de 2009

Muñecas



De niña siempre me preguntaba por qué razón, si mi carta estaba escrita con buena letra, y además era muy específica en el nombre y la marca del juguete que solicitaba, el tal Santa Claus solía traerme lo que se le daba la gana. No digo que los presentes recibidos fueran desagradables, es sólo que no eran los largamente deseados. Así, cuando yo pedí un Juego de química de la maravillosa marca mexicana de juguetes Mi Alegría, recibí una muñeca anodina de la que no conservo siquiera la noción de cuál era la monería que la caracterizaba, si cerrar los ojos al arrullarla o emitir un remedo de llanto que sólo cesaba si se colocaba una pequeña mamila en el orificio de su boca. Puedo enlistar algunos de los regalos nunca recibidos: la máquina de raspados (fiesta de sabor, añadía el jingle del comercial que mostraba chiquillos sonrientes alrededor de aquellas deliciosas raspas multicolores), un microscopio, un telescopio, unos binoculares, unos walkie-talkies, entre otros.


Sería injusto no mencionar las pocas ocasiones en las que obtuve algo cercano a lo requerido: un equipo médico Mi Alegría, el barco de los playmobil y unos audífonos con los que escuchaba el radio en mis noches de insomnio infantil. Lo demás fueron bebés con ropones, muñecas de todos tamaños e incluso la barbie aeróbica. Que no se malentienda: tuve muñecas a las que quise muchísimo, en especial una de vestido amarillo que tenía un botón en su espalda que accionaba un mecanismo musical. Debo acotar que dicha muñeca tuvo un destino errante. Una navidad llegó a casa a pedir ayuda una mujer con su hija, Perlita se llamaba la niña. Lo habían perdido casi todo a causa de un incendio y la niña no tenía juguetes. Mi madre me sugirió regalarle una de mis muñecas a Perlita y yo escogí primero una de las más viejitas, una de las no queridas. Mi madre, que solía profesar una generosidad manifiesta con todos los desvalidos, me reprendió por mi egoísmo, por mi falta de caridad. Entonces, y ahora no puedo precisar la naturaleza de mi impulso, decidí regalarle a mi muñeca preferida, aquella del vestido amarillo y los ojos azules azules.


La idea de Perlita cuidando de mi muñeca hacía que no me doliera tanto la separación. Creo que fue ahí cuando entendí de qué iba la idea de que valía la pena desprenderse de algo propio por ver feliz a alguien más. Lo triste aquí fue que esa misma noche, cuando Perlita y su madre salieron por un momento de su casa, alguien entró y les robó las pocas pertenencias que les quedaban: un colchón, su ropa y por supuesto, la muñeca.


Resulta curioso que el pensamiento de esa muñeca venga a mi mente después de más de veinte años. Siempre me pregunté en brazos de qué niña habría terminado. Resulta curioso el hecho de que luego de dejar de escribir cartitas, luego de dejar de creer en tantas cosas, a lo largo de mi vida haya recibido un montón de regalos que nunca pedí.


Resulta curioso también que sea lo inédito, lo que me revela, lo que me evoca esa sensación de desprendimiento de sí para la felicidad del otro: que sea el amor mi regalo esta navidad.

domingo, 13 de diciembre de 2009

Parábola del taxista arrepentido y la mujer de poca fé


Al subir al taxi el conductor moqueaba. Pensé en la influenza, en los contagios y en el costo de la vacuna. En ello divagaba cuando el hombre me interpeló a bocajarro: ya se vino la lluvia ¿o será que dios está llorando? Mi respuesta fue una mueca, un muro entre su intento de charla y mi desinterés por conversar con los taxistas. ¿Asiste usted a alguna iglesia?, prosiguió. Le contesté que no, que de niña había sido católica pero que ya no. Sacó un pequeño díptico de la guantera y me lo ofreció al mismo tiempo que afirmaba: yo voy a una iglesia cristiana. LA ÚNICA PUERTA. Eso decía el díptico. Y justo cuando intuí una larga perorata sobre temas religiosos, en la cuál mi "única puerta" de escape sería fingir que lo oía y emitir de vez en vez pequeñas expresiones de aprobación, justo ahí el hombre dijo que se sentía muy mal. Yo, francamente preocupada por el asunto de la influenza, dejé a un lado mi acostumbrada burbuja de indiferencia y cuestioné si la naturaleza de su malestar era física. Me respondió que no, que su mal era moral. Luego de eso, y sin decir agua va, me convirtió en escucha de sus cuitas. Hace dos años perdí a mi familia, me arrepiento tanto, dijo, y fue explicándose al mismo tiempo que el llanto y el hipeo iban decreciendo.

El taxista había estado casado durante más de dos décadas. Sincrónicamente había tenido una amante por la que a fin de cuentas se había divorciado de su mujer. La amante le acababa de anunciar que lo abandonaría esa misma noche. ¿La razón? El hombre había dilapidado su fortuna en tres años. La amante no cocinaba, así que había que llevarla a restaurantes. La amante no lavaba ropa, así que había que llevar las prendas a la lavandería. La amante tenía una familia cuyas necesidades era vital subsanar, así que había que hacerla de proveedor doméstico una y otra vez. Total, que la amante pedía ser tratada como eso, como amante.

El taxista quebrado clarificó su dilema: ir a rogarle que se quedara o dejar que se fuera. Después de todo, si de verdad lo amaba, el dinero no debía ser un motivo de ruptura. Yo, que lo escuchaba con verdadera atención, le dije que si aquella mujer ya había decidido irse, posiblemente de nada servirían los ruegos. Le dije que a riesgo de opinar sin conocer me parecía que si aquella mujer de verdad lo amara, lo apoyaría en ese momento de dificultad económica. Le dije, supongo, muchos lugares comunes, muchas frases (romántico-humanistas) ya dichas. Le dije, cuando argumentó que uno de sus problemas era que no sabía estar solo, que no estaba solo, que tenía, en todo caso, su fe.

El hecho es que el hombre, ya casi por llegar a mi domicilio, me dijo que se sentía mejor, que él le había pedido al Señor una señal y que seguramente me había mandado a mí para enviarle una palabra de aliento.

Me pareció irónico que el taxista me considerara un instrumento de dios. A mí, que justo hace un par de semanas corrí de mi puerta a un par de predicadores. A mí, que como bien se ha dicho, no creo ni en dios. A mí, a quien lo único que le queda de la fe es su nostalgia.