De niña siempre me preguntaba por qué razón, si mi carta estaba escrita con buena letra, y además era muy específica en el nombre y la marca del juguete que solicitaba, el tal Santa Claus solía traerme lo que se le daba la gana. No digo que los presentes recibidos fueran desagradables, es sólo que no eran los largamente deseados. Así, cuando yo pedí un Juego de química de la maravillosa marca mexicana de juguetes Mi Alegría, recibí una muñeca anodina de la que no conservo siquiera la noción de cuál era la monería que la caracterizaba, si cerrar los ojos al arrullarla o emitir un remedo de llanto que sólo cesaba si se colocaba una pequeña mamila en el orificio de su boca. Puedo enlistar algunos de los regalos nunca recibidos: la máquina de raspados (fiesta de sabor, añadía el jingle del comercial que mostraba chiquillos sonrientes alrededor de aquellas deliciosas raspas multicolores), un microscopio, un telescopio, unos binoculares, unos walkie-talkies, entre otros.
Sería injusto no mencionar las pocas ocasiones en las que obtuve algo cercano a lo requerido: un equipo médico Mi Alegría, el barco de los playmobil y unos audífonos con los que escuchaba el radio en mis noches de insomnio infantil. Lo demás fueron bebés con ropones, muñecas de todos tamaños e incluso la barbie aeróbica. Que no se malentienda: tuve muñecas a las que quise muchísimo, en especial una de vestido amarillo que tenía un botón en su espalda que accionaba un mecanismo musical. Debo acotar que dicha muñeca tuvo un destino errante. Una navidad llegó a casa a pedir ayuda una mujer con su hija, Perlita se llamaba la niña. Lo habían perdido casi todo a causa de un incendio y la niña no tenía juguetes. Mi madre me sugirió regalarle una de mis muñecas a Perlita y yo escogí primero una de las más viejitas, una de las no queridas. Mi madre, que solía profesar una generosidad manifiesta con todos los desvalidos, me reprendió por mi egoísmo, por mi falta de caridad. Entonces, y ahora no puedo precisar la naturaleza de mi impulso, decidí regalarle a mi muñeca preferida, aquella del vestido amarillo y los ojos azules azules.
La idea de Perlita cuidando de mi muñeca hacía que no me doliera tanto la separación. Creo que fue ahí cuando entendí de qué iba la idea de que valía la pena desprenderse de algo propio por ver feliz a alguien más. Lo triste aquí fue que esa misma noche, cuando Perlita y su madre salieron por un momento de su casa, alguien entró y les robó las pocas pertenencias que les quedaban: un colchón, su ropa y por supuesto, la muñeca.
Resulta curioso que el pensamiento de esa muñeca venga a mi mente después de más de veinte años. Siempre me pregunté en brazos de qué niña habría terminado. Resulta curioso el hecho de que luego de dejar de escribir cartitas, luego de dejar de creer en tantas cosas, a lo largo de mi vida haya recibido un montón de regalos que nunca pedí.
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