Al subir al taxi el conductor moqueaba. Pensé en la influenza, en los contagios y en el costo de la vacuna. En ello divagaba cuando el hombre me interpeló a bocajarro: ya se vino la lluvia ¿o será que dios está llorando? Mi respuesta fue una mueca, un muro entre su intento de charla y mi desinterés por conversar con los taxistas. ¿Asiste usted a alguna iglesia?, prosiguió. Le contesté que no, que de niña había sido católica pero que ya no. Sacó un pequeño díptico de la guantera y me lo ofreció al mismo tiempo que afirmaba: yo voy a una iglesia cristiana. LA ÚNICA PUERTA. Eso decía el díptico. Y justo cuando intuí una larga perorata sobre temas religiosos, en la cuál mi "única puerta" de escape sería fingir que lo oía y emitir de vez en vez pequeñas expresiones de aprobación, justo ahí el hombre dijo que se sentía muy mal. Yo, francamente preocupada por el asunto de la influenza, dejé a un lado mi acostumbrada burbuja de indiferencia y cuestioné si la naturaleza de su malestar era física. Me respondió que no, que su mal era moral. Luego de eso, y sin decir agua va, me convirtió en escucha de sus cuitas. Hace dos años perdí a mi familia, me arrepiento tanto, dijo, y fue explicándose al mismo tiempo que el llanto y el hipeo iban decreciendo.
El taxista había estado casado durante más de dos décadas. Sincrónicamente había tenido una amante por la que a fin de cuentas se había divorciado de su mujer. La amante le acababa de anunciar que lo abandonaría esa misma noche. ¿La razón? El hombre había dilapidado su fortuna en tres años. La amante no cocinaba, así que había que llevarla a restaurantes. La amante no lavaba ropa, así que había que llevar las prendas a la lavandería. La amante tenía una familia cuyas necesidades era vital subsanar, así que había que hacerla de proveedor doméstico una y otra vez. Total, que la amante pedía ser tratada como eso, como amante.
El taxista quebrado clarificó su dilema: ir a rogarle que se quedara o dejar que se fuera. Después de todo, si de verdad lo amaba, el dinero no debía ser un motivo de ruptura. Yo, que lo escuchaba con verdadera atención, le dije que si aquella mujer ya había decidido irse, posiblemente de nada servirían los ruegos. Le dije que a riesgo de opinar sin conocer me parecía que si aquella mujer de verdad lo amara, lo apoyaría en ese momento de dificultad económica. Le dije, supongo, muchos lugares comunes, muchas frases (romántico-humanistas) ya dichas. Le dije, cuando argumentó que uno de sus problemas era que no sabía estar solo, que no estaba solo, que tenía, en todo caso, su fe.
El hecho es que el hombre, ya casi por llegar a mi domicilio, me dijo que se sentía mejor, que él le había pedido al Señor una señal y que seguramente me había mandado a mí para enviarle una palabra de aliento.
Me pareció irónico que el taxista me considerara un instrumento de dios. A mí, que justo hace un par de semanas corrí de mi puerta a un par de predicadores. A mí, que como bien se ha dicho, no creo ni en dios. A mí, a quien lo único que le queda de la fe es su nostalgia.
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