Incorregible. (Del b. lat. incorrigibilis). 1. adj. No corregible.
2. adj. Dicho de una persona: que por su dureza y terquedad no quiere enmendarse.
El incorregible: infractor o no. En todo caso desobediente, respondón, holgazán, voluntarioso: predelincuente [“no importaba que no hubiera un delito, lo habría tarde o temprano”]. El incorregible [discurso criminológico positivista de los años veinte]: aquel adolescente rebelde sobre el cual era imposible ejercer control o domesticación y cuya propensión al delito y la vagancia era consecuencia del desorden o la falta de higiene moral familiar.
Concluida la fase armada de la Revolución, el Estado emprendió una reconstrucción del tejido social, específicamente de la niñez de las clases marginales. Ésta se orientó no sólo hacia a los menores infractores, sino también hacia los infantes abandonados, menesterosos, vagos e indisciplinados. [Léase en voz alta: “el destino de los niños huérfanos fueron los hospicios, las instituciones de beneficencia, el abandono en las calles o el trabajo en fábricas y talleres”].
Pienso en esos huérfanos de inicios del siglo XX, en sus pillajes impelidos por la miseria de un país carente de legislación específica al respecto. El Estado sancionaba de acuerdo al Código Penal de 1871 y remitía los casos más graves a la cárcel de Belén. Es hasta 1926 que se crea el Tribunal para Menores.
Excélsior, 8 de enero de 1927: La escuela anexa al Tribunal Infantil era una institución donde al mismo tiempo que se instruía a los menores, se les observaba desde el punto de vista físico y psicológico, a efecto de conocer sus desequilibrios mentales y sus inclinaciones para definir posteriormente si debía internárseles en la Escuela Correccional, en el Manicomio o en la Escuela Industrial de huérfanos, planteles (…) para la regeneración y educación de los menores que prematuramente tomaron un ‘mal camino’. [1]
Digo que pienso en esos huérfanos, en los incorregibles y en sus destinos. [Los historiadores acotan lo obvio: quienes entraban a estas instituciones salían peor. Adentro el aprendizaje de oficios, “una comida sana, abundante y segura a sus horas”, pero también maltratos y vejaciones, “el contagio de los malos ejemplos”, la promiscuidad]. Pienso en quienes argumentaron la incorregibilidad de sus hijos para que “fueran internados y tuvieran comida, educación y cuidados médicos”.
Pienso en todo ello porque yo también fui huérfana e incorregible. Porque un día me llevaron a un internado de torvas monjas bajo la dolosa amenaza de entregarme al Consejo Tutelar de Menores. Veo las fotografías de esos “hijos de la Revolución” en esos patios enormes y recuerdo aquella habitación alargada con camas uniformes. Recuerdo esa única noche que pasé en aquel internado, la sensación de asfixia carcelaria. Yo tuve mejor suerte, al día siguiente de mi ingreso me expulsaron. Supongo que a las monjas les pareció que yo no iba a enmendarme. En todo caso acertaron.
2. adj. Dicho de una persona: que por su dureza y terquedad no quiere enmendarse.
La orfandad como saldo posrevolucionario mexicano emite una resonancia diacrónica que me atañe de forma directa: la figura del incorregible y su coerción. La retórica del tutelaje.
El incorregible: infractor o no. En todo caso desobediente, respondón, holgazán, voluntarioso: predelincuente [“no importaba que no hubiera un delito, lo habría tarde o temprano”]. El incorregible [discurso criminológico positivista de los años veinte]: aquel adolescente rebelde sobre el cual era imposible ejercer control o domesticación y cuya propensión al delito y la vagancia era consecuencia del desorden o la falta de higiene moral familiar.
Concluida la fase armada de la Revolución, el Estado emprendió una reconstrucción del tejido social, específicamente de la niñez de las clases marginales. Ésta se orientó no sólo hacia a los menores infractores, sino también hacia los infantes abandonados, menesterosos, vagos e indisciplinados. [Léase en voz alta: “el destino de los niños huérfanos fueron los hospicios, las instituciones de beneficencia, el abandono en las calles o el trabajo en fábricas y talleres”].
Pienso en esos huérfanos de inicios del siglo XX, en sus pillajes impelidos por la miseria de un país carente de legislación específica al respecto. El Estado sancionaba de acuerdo al Código Penal de 1871 y remitía los casos más graves a la cárcel de Belén. Es hasta 1926 que se crea el Tribunal para Menores.
Excélsior, 8 de enero de 1927: La escuela anexa al Tribunal Infantil era una institución donde al mismo tiempo que se instruía a los menores, se les observaba desde el punto de vista físico y psicológico, a efecto de conocer sus desequilibrios mentales y sus inclinaciones para definir posteriormente si debía internárseles en la Escuela Correccional, en el Manicomio o en la Escuela Industrial de huérfanos, planteles (…) para la regeneración y educación de los menores que prematuramente tomaron un ‘mal camino’. [1]
Digo que pienso en esos huérfanos, en los incorregibles y en sus destinos. [Los historiadores acotan lo obvio: quienes entraban a estas instituciones salían peor. Adentro el aprendizaje de oficios, “una comida sana, abundante y segura a sus horas”, pero también maltratos y vejaciones, “el contagio de los malos ejemplos”, la promiscuidad]. Pienso en quienes argumentaron la incorregibilidad de sus hijos para que “fueran internados y tuvieran comida, educación y cuidados médicos”.
Pienso en todo ello porque yo también fui huérfana e incorregible. Porque un día me llevaron a un internado de torvas monjas bajo la dolosa amenaza de entregarme al Consejo Tutelar de Menores. Veo las fotografías de esos “hijos de la Revolución” en esos patios enormes y recuerdo aquella habitación alargada con camas uniformes. Recuerdo esa única noche que pasé en aquel internado, la sensación de asfixia carcelaria. Yo tuve mejor suerte, al día siguiente de mi ingreso me expulsaron. Supongo que a las monjas les pareció que yo no iba a enmendarme. En todo caso acertaron.
NOTA: es importante acotar que todas las citas y la fotografía incluidas en este texto pertenecen a la siguiente referencia bibliográfica: [1] Susana Sosenski, Infancia y familia posrevolucionarias. Legajos, Boletín del AGN, 7ª época, Núm. 1, julio-septiembre 2009.
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