A finales del siglo XIX un biólogo austriaco se sentó durante horas en los bancos de los parques a registrar en un diario cientos de coincidencias. Paul Kammerer tomó nota de nombres, números y frases que se repetían en fragmentos de conversaciones ajenas, en los letreros, en los boletos, en las facturas, en los libros. El científico apuntó obsesivamente en su cuaderno toda clase de detalles reiterativos que observaba en la gente y descubrió que ciertos hechos tienden a presentarse en secuencias. Las coincidencias no vienen solas, siempre llegan en grupos. Es a esta conclusión a la que en 1919 enunció como Ley de la serialidad: “una recurrencia coherente de cosas o acontecimientos similares que se repiten en el tiempo o en el espacio sin estar conectados por una causa activa”. Para Kammerer la serialidad operaba de forma independiente a la ley de causa y efecto, pertenecía a la idea de un mundo caleidoscópico cuya tendencia es reunir siempre a los factores semejantes.
La primera vez que escuché hablar sobre la ley de la serialidad fue en boca de Cerebro, la científica caída de desgracia que aparece en la novela “Instrucciones para salvar el mundo” de la narradora española Rosa Montero. A Cerebro y Kammerer los une la sombra del fracaso inherente al descrédito. En la ficción Cerebro es víctima de las habladurías de un supuesto acoso sexual que la conmina al oprobio. En la vida real Kammerer fue acusado de fraude en una investigación donde intentaba demostrar experimentalmente la tesis de Lamarck sobre la herencia de los caracteres adquiridos en los ciertos anfibios. La cuestión fue que tras el éxito de sus trabajos se descubrió la simulación de resultados mediante una inyección subcutánea de tinta china en las patas de los sapos. Nunca se supo si Kammerer había sido víctima de algún sabotaje o perpetrador del embuste. En la ficción Cerebro descubre (en una experiencia límite donde las circunstancias la sitúan al borde de la muerte) que a pesar de todo su vida es algo por lo que vale la pena vivir. En la vida real Kammerer se suicida en 1926 a la edad de cuarenta y cinco años.
Por mi parte, conocí a Cerebro y a Kammerer en noviembre del año pasado mientras viajaba en autobús de Tampico a Guadalajara rumbo a la FIL. Me había comprometido a hablar precisamente sobre esa novela en una cena del Club del libro a mi regreso a Tampico y por falta de tiempo tenía que terminar de leer todo el texto esa misma noche. Recuerdo que durante el trayecto alguien me enviaba mensajes desde la niebla. Yo leía justo la parte donde el libro habla de la serialidad y de Kammerer. La palabra coincidencia. La palabra azar. La palabra extravío. Leí las últimas páginas del libro con el frío de la mañana ya en la central de Guadalajara. Al terminar salí a fumar un cigarro. Recuerdo que esperaba a alguien que no llegó. Recuerdo el humo escapando por los labios.
Mientras escribía esta columna abrí mi correo, en la bandeja de entrada había dos mensajes nuevos. Escogí al azar uno de ellos y de pronto estaba leyendo: “la cotidianidad sumergida en una especie de desmaterialización del objeto por medio de la repetición”. Pensé en la idea de la repetición como imagen asidua: una tautología onírica, compartida. Pensé en la conexión / in-conexión. El loop. La frase “alguien me enviaba mensajes dese la niebla”. La frase “a bordo de una avión una mujer escucha el nombre del objeto de su infatuación”. La tinta china en las patas de los sapos. Los hilos. Las tachuelas. Cafés de chinos. El poema de la mujer del capitán en la novela de la Duras. La idea del desencuentro. La frase “¿qué vas a hacer si te beso?”. Una conversación tardía donde los nombres se repiten. Una postal que no llega a su destinatario, que se extravía no una, sino dos veces.
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