Uno entiende lo que las Ítacas significan cuando está dispuesto a emprender un largo viaje lleno de aventuras y descubrimientos; cuando a lestrigones y cíclopes no teme, porque no los sabe empozados en su alma; cuando desea entrar a puertos desconocidos y aprender de los sabios; cuando no apresura el paso y deja que las noches duren lo que tengan que durar; cuando comprende que las Ítacas no son sino islas de luz que nos hacen embarcarnos en maravillosos periplos.
La tarde en que leí las primeras hojas de Isla de luz de Silvia Pratt no pude evitar sentir que estaba a punto de iniciar un viaje -por eso recordé la Ítaca de Cavafis-, un viaje desde la ceguera hacia la reminiscencia de una luz que no puede verse directamente, sino sólo a través de sus reflejos inscritos en las cosas, en el ser de lo más frágil y simple, como el azogue del agua o la hoja de un árbol -por eso recordé a Platón y al mito de la caverna-, por eso al dar vuelta a cada una de las páginas me fui perdiendo en mi propia travesía.
Qué tan largo será este viaje, pensé, si hay que partir desde el vacío y la auriga nos advierte que nuestros días serán sisifescos, que tendremos que recomenzar la marcha una y otra vez, una y otra vez entre la bruma del tártaro y la oquedad de nuestra propia ceniza, entre fango, ciénegas y pantanos, entre la negrura de un oscuro reino.
Pero quiénes no han caminado y caminado sólo para caer rendidos y despertar en el mismo sitio del cuál creían haberse alejado, quiénes no se han sabido extraviados, ajenos, quiénes no han sido carcomidos por el miedo, por la angustia por la duda. Quién, dice el coro de la auriga, quién no ha tejido como arácnido incansable con el terrible hilo del desamparo.
Qué tan profundo será este viaje, pensé, si hay que partir desde la propia finitud, desde el propio desmoronarse como el polvo que somos, como el tiempo roído que nos vuelve penumbra, letargo, leve murmullo de ser; si hay que ir en busca de la mano prodigiosa que dispone el orden del cosmos y el fulgor del universo; si no debe bastarnos la sed de invocar y convocar, de conjurar la urdimbre, la presencia del enigma; si debemos mirarnos en el espejo de los dioses para encontrar el rostro de nuestro destino, para saber lo que no somos, para aceptar lo que nunca podremos ser y aún así, rebelarnos.
Qué tan arriesgado, qué tan solitario, si para realizarlo hay que ir más allá de uno mismo, más allá de las orillas de lo efímero, más allá de la memoria y del olvido, más allá de la muerte que nos acecha en nuestra propia morada, más allá de nuestro cuerpo que se desdice con palabras de pátina y salitre.
Qué tan irreversible será este viaje, pensé, si sólo quien busca la luz sabe que el círculo del tiempo nos conduce al mismo punto; si sólo quien busca la luz no teme encontrarla entre las tinieblas, aún más, busca precisamente esa luz que se teje entre las sombras, si sólo quien busca la luz enfrenta su orfandad, su inmanencia cósmica; si sólo quien busca la luz abre sin temor la caja de Pandora.
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