Desde niña tuve siempre un instinto pirómano. Me gustaba el olor de los cerillos aún sin encender. Tomar la pequeña caja entre mis dedos, abrirla y extraer uno de ellos. Sujetarlo por el talle y frotarlo. La textura. La chispa. Ese arder.
Solía incinerar hojas de máquina en blanco, en el patio, a solas. Me provocaba un extraño placer ver cómo esa blancura se consumía en mis manos. Los bordes que se vuelven ceniza. Lo volátil de su dispersión.
Se trataba, supongo, de un perverso gusto infantil por la constatación de lo efímero. En todo caso, creo que lo que me gustaba era ese saberme artífice de la combustión. Lo terrible y lo bello de su potestad al alcance, tan sólo, de un minúsculo objeto que me ha parecido siempre un pequeño soldadito con casco rojo o azul, fusil en alto, listo para el combate.
¿No es la palabra fósforo en sí misma un vocablo que crepita cuando se pronuncia? ¿No dice de sí la fricción implícita en el doble sonido de sus efes?
En 1669, el alquimista Henning Brand descubrió un elemento al que dio por nombre fósforo, que deriva del griego phosphoros y significa “mensajero de luz.”. Años después, en 1680, el destacado científico irlandés Robert Boyle fabricó el primer prototipo del cerillo. Boyle, considerado “el padre de la química moderna”, cubrió una pieza de papel con fósforo y la punta de un palillo de madera con azufre, frotó la madera sobre el papel e hizo fuego. Sin embargo los fósforos de Boyle eran peligrosos y caros, emitían un humo maloliente y tóxico.
Fue el químico y boticario inglés John Walker quien creó los primeros cerillos que ardieron por fricción. Lo logró al impregnar el extremo de un palillo con una mezcla química y luego dejarlo secar. El fuego portátil que Walker produjo, se conseguía con tan sólo frotar la punta contra, por ejemplo, una piedra. Sus cerillos prendían al frotarlos contra un pliegue de papel de lija. Pero en esta ocasión, los fósforos también tenían inconvenientes: eran explosivos y sumamente flamables, se dice que en más de una ocasión su cabeza se fragmentó al ser encendida provocando conatos de incendio. A consecuencia de ello quedaron prohibidos en Francia y Alemania.
Un detalle curioso, Walker no patentó sus cerillos, a los que nombró Congreves, en honor del cohete inventado por Sir William Congreve en 1808 (mismo que fue usado en la guerra contra Estados Unidos). De modo que sus fósforos fueron comercializados, primero por Hixon, un agente comercial del pueblo, quien no logró hacer fortuna con ellos. Y después por un tal Samuel Jones, quien los vendió bajo la marca denominada “Lucifer”.
En 1830, el químico francés Charles Saura utilizó fósforo blanco y ácido sulfúrico en su intento de elaboración de cerillos inodoros, los llamados “cerillos prometeicos”. Un delgado rollo de papel coronado por un diminuto tubo que debía ser roto con unas pinzas para provocar la reacción del ácido y el surgimiento de la flama. Una vez más se trató de un prototipo frustrado: el fósforo blanco resultó venenoso y su uso trajo consigo la intoxicación de muchas personas.
No fue sino hasta 1852, que Johan Edvard Lundstrom patentó en Suecia los llamados “cerillos de seguridad”, para cuya preparación usó fósforo rojo, que no es tóxico y es de fácil combustión.
Actualmente los cerillos tienen una cabeza de sulfuro de antimonio y agentes oxidantes como el clorato de potasio y azufre o carbón; y en la superficie de frotamiento: fósforo rojo, vidrio molido y aglutinante.
Debo decir que nunca dí rienda suelta a mi fallida vocación de incendiaria. Supongo que me conformé con pequeños fuegos de bolsillo. Pero también que todavía ahora, tantos años ha de la infancia, cuando enciendo un cerillo, al aspirar el aroma del azufre viene a mí ese cosquilleo, la textura, la chispa: el oficio súbito de arder.
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