domingo, 28 de agosto de 2011

Un país o un país


No sabíamos lo que significaban los escombros hasta que los tuvimos encima, hasta que nos aplastaron no de súbito. Decir que no sabíamos era la excusa, ignorar la consigna: cerrar ojos y bocas y mentes. Mejor callar que pensar. Mejor esconder que admitir. Lo cierto es que estuvimos ahí cuando la fisura [lo cierto es que nosotros fuimos la fisura]. Estábamos comprando piratería, dando mordidas, aceptando sobornos, copiando en los exámenes, metiendo zancadillas al que nos caía mal, pasándonos los altos, robando tantito, nomás tantito al vecino, en la oficina, a los contribuyentes, gozando de becas y subsidios sin preocuparnos por ejercer una retribución social, usando nuestras influencias para burlar trámites o conseguir empleos y prebendas, haciendo trampa o volteando la mirada cuando otros la hacían. Todas esas faltas u omisiones como pequeñas piedras. Un poco de grava o de arena, decíamos. Nada de esto ocasionará un alud. Nada de esto. Nada. Hasta que todos esos “nadas”. Hasta que la nada que fuimos se convirtió en alud.

Lo que siguió fue la tormenta. Una larga tormenta que oscureció todos los cielos posibles. Todos los futuros. Algunos decían (querían creer para poder sobrevivir) que aquella bruma no podría durar mucho tiempo, que alguno de los bandos abandonaría el campo de batalla. Cuán errados estaban los que se engañaban a sí mismos pretendiendo que aislados los eventos, que esporádico el caos. Cuán aparente esa calma, esa sensación de irrealidad. El “aquí-no-pasa-nada” se volvió el paliativo de los cobardes que no querían darse cuenta de la inminencia del desastre, como quien se niega a abandonar su casa frente a la cercanía del huracán, así se negaron muchos, así creyeron otros más que la ofensiva simulada era la panacea. También estaban los disidentes codificados que apostaban por la anarquía. Tan absurdos unos como otros. Para esa tormenta nunca hubo salidas de emergencia. Los que estaban afuera, los que orquestaron todo y cerraron las entradas se deshicieron de las llaves para que ni siquiera en un improbable caso de conmiseración pudieran echar marcha atrás.

Los atroces traficaban con el miedo y usaban máscaras porque todos eran el mismo enemigo. Todos eran la misma ambición. Qué importaban sus filias, sus nombres, sus cargos, los atroces arrasaban con las vidas porque las vidas jamás importaron, porque lo único que verdaderamente importaba era el poder y el dinero. Los atroces nos atacaban y nos defendían al mismo tiempo. Todo era un simulacro, todo estaba trazado de antemano, todo era una telenovela de las ocho, con comerciales incluidos.

Y así nos fuimos dividiendo entre los que todavía en medio de tanto escombro apostábamos por la reconstrucción, por rescatar las vidas que aún tenían remedio, por respetar los derechos civiles de quien fuera, los que en la calle o desde casa un día cambiamos, en la letra del bélico cántico que nos definía, la palabra “cañón” por la palabra “amor”; los tristes utópicos que sabíamos que la derrota estaba pactada de antemano.

Pero también estaban los atemorizados que pedían con furia combatir la violencia con más violencia, los bíblicos que exigían aquello del “ojo por ojo”,  los crédulos que esperaban que alguien viniera a salvarlos, los que para no sentirse solos se engañaban, sin saberlo, a sí mismos y permanecían en la oscuridad sin querer enterarse que sus guardianes eran en realidad sus captores, sus celadores.

No sabíamos lo que era el fuego hasta que vimos sus ígneas lenguas abatir toda fortaleza, todo resquicio. No hubo puerta o picaporte que sirviera. Todo ahí fue una emboscada.

1 comentario:

xochneria dijo...

Sara, excelente texto. Tus letras, a partir de hoy, lectura obligada. Saludos