lunes, 27 de julio de 2009

El tesoro de la Sierra Madre



La historia que recuerdo es así: mi madre en su juventud quiso ser monja y tuvo una tienda de libros religiosos, la Librería San José. En cierta ocasión se equivocaron al entregarle un libro o le mandaron uno defectuoso, no lo tengo muy claro. Entonces, para compensarla, le dieron a elegir entre varios títulos que no eran religiosos. Mi mamá seleccionó El tesoro de la Sierra Madre, vayan ustedes a saber por qué. El libro nunca se vendió y cuando mi madre cerró la librería fue colocado en uno de los libreros de la casa.


Fue tras la muerte de mi madre que mi hermana y yo comenzamos a leer todos los volúmenes que había en aquellos libreros azules enormes. La mayoría eran vidas de santos o mártires, aunque también había muchos ejemplares de cocina. El hecho es que un buen día nos topamos con El tesoro de la Sierra Madre, el primer libro de literatura, la primera novela que tuve en mis manos. Yo tenía no más de once años cuando lo leí. Qué me iba a imaginar entonces que un día viviría en la ciudad que fue el escenario donde comienza la novela.


Como no tenía más libros de literatura, leí el libro unas doce o quince veces, tal vez más. Tras las mudanzas y tantas cosas que pasaron, a pesar de ser un libro muy querido, se deshojó y se perdieron las portadas. De él sólo quedaron unas cuantas hojas incompletas.


Un sábado azaroso del año pasado un ejemplar de la edición original de Jus de El tesoro de la Sierra Madre llegó a mis manos. Me lo obsequió José Castañeda en un gesto de generosidad que le agradezco infinitamente. Ese mismo sábado empecé a leerlo después de casi diez años de no haber hojeado esas páginas.


Cuando abrí el libro Dobbs seguía sentado en aquel banco incómodo, también estaban ahí el hombre del traje blanco, el café de chinos donde se podía tomar café con pan por 25 centavos y el hotel Oso Negro donde se dormía en barracas por un tostón. Vinieron muchos recuerdos a mi mente, pero definitivamente era ésa una lectura distinta a la de mi niñez. En mi primera lectura, cuando en la novela se referían al puerto, yo no sabía que ese puerto era Tampico, y aunque lo hubiera sabido no hubiera reconocido los referentes que ahora, precisamente ahora que trabajo en el Archivo Histórico he podido conocer. Por ejemplo, ahora he visto las fotografías antiguas del Centro Histórico de Tampico. Sé dónde estaba y cómo era el cine Alcázar, hacia donde se dirigía el impecable hombre vestido de blanco que le dio dinero a Dobbs. Sé en qué parte de la ciudad estaba ese café de chinos, el café Cádiz, el café Madrid, la colonia Buena Vista (que ahora se llama Bella Vista), desde donde las señoras observaban a los bañistas. Pude imaginarme perfectamente cuando Dobbs dice que estaba recargado en el Edificio de Correos mirando los barcos. Ese Tampico que B. Traven vio por allá de 1918 o 1920, el que recordó por las imágenes del fotógrafo Carrera. El Tampico de esplendor petrolero que duró de 1908 a 1928. Ese Tampico que ahora puedo conocer a través de las fotografías, de los libros de historia. El Tampico en el que vivo, el que recorro todos los días.


Por eso pienso en el B. Traven que estuvo aquí, el que caminó por las calles del centro. Pienso en lo importante que fue su libro para mí, en cuánto y cómo lo disfruté. Pienso que fue ese libro el que me acercó a lo que de alguna manera salvó mi vida: a los libros, a la literatura.

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