Las nubes más bonitas que he visto en lo que va del año las vi hace un par de días sobre el cielo de la carretera Reynosa-Matamoros. En un auto compacto, junto a mi compañero de viaje. ¿Qué hacer cuando el cielo te regala nubes así? Bajas la velocidad y te detienes. Así, en medio de la nada. Te detienes porque no hay otra cosa que hacer sino contemplar esas nubes que lo dicen todo. O no. No te detienes y sigues porque las nubes tampoco se detienen. Sigues en movimiento y desde el auto contemplas como las nubes prosiguen también su camino. Aquí nadie se detiene, parecen asentir bellas y cínicas al mismo tiempo. Como si su belleza fuera corroborada por su nomadismo. Como si supieran que, en todo caso, ellas y nosotros compartimos esta condición efímera de errantes.
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Lo que vi después fueron otras nubes. Otros enjambres. Verdes enjambres de metal. Negros enjambres del anónimo que viaja en formación. Detrás de la oscuridad, esas nubes más negras y más hondas, más lejanas y más tormenta. La inminencia siempre nos vuelve otros. Otros enjambres.
Lo que vi después fue un saludo. Algo así como salido de la nada. Un fragmento de una película neorrealista. En las inmediaciones un pequeño caserío. Una mujer con un niño pequeño, a pie. Un tropel de soldados y el gesto. Inmediato. Imposible de habitar otro lugar y otro espacio que ése. El cronotopo instantáneo e irrepetible. Desechable. La contradicción, el interdicto. Un gesto: el niño levanta su mano y saluda a los soldados. Un niño de dos o tres años. El del fusil voltea con todo y arma, uno puede observar cómo sus músculos giran, se mueven, se accionan. Del enjambre uno puede esperarlo todo. Pero es sólo un saludo, un verde saludo que aparece y desaparece. Como si nunca hubiera existido. Ese saludo. El niño. Los fusiles. Lo verde del enjambre. Esas nubes.
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Las nubes más bonitas que he visto en toda mi vida le pertenecían al cielo de Jerez. Árboles al margen y carretera al frente, viajábamos sin prisa ni miedo. Viajábamos como se podía hacerlo antes. Otro país. Otros destinos. Antes de la marejada y los vaivenes. Antes de que todo territorio fuera movedizo. Otro el devenir, otro el azar. Como si el futuro que en ese entonces tenía sustento se hubiera esfumado. Como si de pronto nos hubieran dicho que no somos esa persona que creímos ser toda nuestra vida. Así. Como si envases fuésemos vaciados de nuestro contenido. Vaciados del vacío. Ese horror. Esa resistencia.
Las nubes más bonitas, las del cielo de Jerez, contemplaron entonces esa inocencia. La inocencia del trashumante a salvo. Éramos nosotros los viajeros, los recién llegados. Los que de un lado a otro pregonaban su extranjería. Las nubes callaban. Se trataba de unas nubes discretas que no presumían de su magnificencia. Unas nubes bellas y humildes. Podría decirse que serenas. La tranquilidad del que se sabe pleno, cabal. Esas nubes estaban ahí desde hacía siglos, impertérritas. Nosotros, en cambio, no teníamos idea de hacia dónde nos dirigíamos.
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Yo quiero ver otras nubes, le dije. Éstas no me convencen. Quiero seguir dándole por esta carretera, a ver nomás hacia dónde me conduce. A ver si es cierto que existen nubes así.
Me preguntó qué tipo de nubes buscaba y para qué.
Le dije que no lo sabía. Que, en todo caso, buscaba la clase de nubes que sabes que son las que buscas sólo cuando las tienes frente a ti.
Entonces te enteras para qué las quieres.
Entonces le perteneces a esas nubes, eso le dije.
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