De niña mi madre me contaba una historia sobre el fin del mundo que ella sobrevivió. Resulta que allá en sus mocedades se pronosticó que el fin del mundo acaecería en 1967. No recuerdo que me haya proporcionado una fecha específica, sólo conservo el dato sobre el año. El caso es que una amiga suya se lo tomó muy tan en serio el vaticinio que decidió no estudiar, no casarse, en fin, no hacer gran cosa con su vida, dada la manifiesta futilidad de labrarse un futuro que no tenía posibilidades de existencia.
Como a todos nos consta, 1967 no fue el año del fin del mundo. 1967 no cumplió la promesa apocalíptica que le habían adjudicado; en lugar de eso, transcurrió con la vitalidad, rutina y contratiempos de un año común y corriente. Así que la mujer que creía que el fin del mundo ocurriría en 1967 se quedó con un palmo de narices: sin futuro y sin presente, porque nada había construido.
Hace apenas un par de días me enteré de qué iba toda esta tomadura de pelo acerca de que hoy sábado, día en que escribo la presente columna, ocurriría el tan temido día del fin del mundo. Los cálculos matemáticos de un ingeniero llamado Harold Camping habrían arrojado como resultado esta fecha para tan funesto evento. En fin, otra charada más para entretenernos, hacer bromas y dejar fluir el estrés en las redes sociales. Sin embargo, como suele ocurrir, el humor refleja y decanta muchas de nuestras preocupaciones reales, así como juicios sobre temas trascendentes.
Porque lo cierto es que el verdadero día del fin del mundo está cada día más próximo a nosotros. El verdadero día del fin del mundo se ha vuelto ya nuestra sombra, acompaña nuestro caminar y nuestra vida de forma casi inherente. La cuestión es simple, me la explicaba ya mi abuela, precisamente también en mi infancia: el mundo se acaba cuando uno se muere. La cosa es que morirse, a estar alturas y en este país, es una posibilidad cada vez más cercana. La muerte se apuesta en cualquier esquina, en cualquier carretera, en cualquier rincón de cualquier ciudad, de noche y de día, ya no hay distingos ni certezas de nada. La muerte dicta los verdaderos días del fin del mundo a cada instante y de forma caprichosa.
Siempre he tenido una conciencia de la finitud bastante clara. La naturaleza ontológica del ser humano lo define como un ser mortal. La condición del ser humano implica el hecho irrevocable de que algún día habremos de morir. Sin embargo, quizá porque de otra forma no nos sería posible vivir, los seres humanos hacemos de todo por olvidar ese hecho irrenunciable. Así, hay padres que les mienten a sus hijos para ofrecerles el confort de la seguridad diciéndoles: yo no me voy a morir nunca.
No son estos tiempos de mentir ni de evadir. Todos somos blancos, objetivos. Todos estamos por default en la mirilla.
Me parece que son tiempos de asumir el riesgo de estar vivos. Son tiempos de apostarle al presente. De cobijarnos al Aquí y al Ahora como único espacio posible, como única alternativa para una plenitud tangible.
El día del fin del mundo no ocurrirá hoy sábado 21 de mayo de 2011, y ustedes lo saben porque justo en este momento en que me leen ya es lunes 23 y sus vidas transcurren de forma relativamente normal.
El día del fin del mundo, el verdadero, ocurrirá de forma imprevista y no nos dará tiempo de empacar nada en la maleta de las lamentaciones.
No creo que haya recetas fáciles para enfrentar la idea de la muerte. No creo que haya antídotos contra la incertidumbre que vivimos a causa de la inseguridad. No creo que por más años que padezcamos los embates de esta guerra sea posible acostumbrarse a la circunstancia de vivir en un campo minado. Sin embargo, hay ocasiones, en que como escribiera la novelista española Rosa Montero, sólo queda: respirar y seguir. Respirar y seguir. Asumir y gozar, que a pesar de todo, hoy, en este instante, estamos vivos.
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