Siempre me han gustado las casas grandes. Supongo que se debe a que viví mi infancia en una casa enorme. La planta alta, tan sólo, tenía seis habitaciones de muy buen tamaño. En la azotea había un cuarto que servía de bodega y la planta baja, si bien sólo tenía dos recámaras, contaba con una sala, comedor, cocina y patio muy amplios. A pesar de que sólo habitábamos la planta baja, ya que los cuartos del segundo piso los rentábamos a estudiantes, siempre me sentí dueña de toda mi casa. Y esa sensación de ser dueño de una casa, de saber que en esas paredes está tu historia, tu vida y que todo eso te pertenece, no se compara con nada, no se suple con nada. Lo sé porque a pesar de que dejé esa casa a los nueve años, entendí desde entonces lo que se siente ser dueño de algo, pertenecer a un lugar, tener raíces.
Cuando nos mudamos de Querétaro a Ciudad Valles, llegamos a una casa infinitamente menor. Recuerdo mi desilusión y enfado. Minúscula sala y comedor, una sola recámara y un solo baño, un patiecito interior y una franja de terreno baldío. La casa del hambre, la bautizaría años más tarde en un poema. Ese fue mi casa hasta los 16 años y todavía en mis pesadillas luce sombría. Una pequeña jaula con barrotes y todo. Una fosa, pero también un túnel, un pasaporte falso y sin embargo útil. Es increíble hasta qué punto el espacio que habitamos nos define. Esa casa siempre me expulsaba, me exigía escapar ante la inminente asfixia que me provocaba. Esa casa representa toda la miseria y toda la liberación, todos los miedos y todas las batallas, todo el silencio y todas mis voces. A pesar de que aquel inmueble era mío legalmente, nunca la sentí mi hogar, porque para efectos prácticos, fue sólo un techo, un triste sitio donde guarecerse mientras la tormenta.
De los 16 a los 17 me fui a CONAFE, a dar clases a una pequeña comunidad cerca del ingenio de La Hincada. Los padres de familia de los niños me hospedaban en sus casas, Dormía en sus salas, en catres, en hamacas, en pequeñas camitas instaladas en algún rincón. Yo sólo era una huésped, en todo caso una intrusa, pero a pesar de la sencillez de las casas y la precaria situación económica de sus moradores, me sentía mejor siendo una huésped, me sentía mejor sabiéndome en esa especie de limbo, envuelta de la neblina que rodea al visitante, al nómada.
Después me mudé a Tampico a estudiar la universidad y pasé tres años en una casa de asistencia compartiendo un cuarto en un segundo piso. Era una casa grande pero tan llena de gente que el espacio se acortaba. Casi nunca estaba sola. Siempre había personas en la sala y en la cocina, siempre había que esperar turno para el baño. Y aunque, por fortuna, la mayoría de mis compañeras de cuarto solían pasar poco tiempo en la habitación, de cualquier forma esa habitación tampoco fue mía.
A lo largo de los años fui viviendo en diferentes casas y departamentos. Todos esos lugares siempre me parecieron cajas, pequeñas cajitas de zapatos, donde yo era par o impar, según las circunstancias. Estuve siete años en el último departamento que habité en Tampico y la verdad es que no lo extraño. En realidad creo que toda mi vida lo único que en verdad extrañé fue esa casa amarilla de dos pisos de mi infancia.
Hoy vivo en una casa blanca y grande. No es la casa de mi niñez. No hay historias mías escritas aún en sus muros. Hoy vivo en esta casa hecha de presente sin futuro. Hoy vivo en una casa que me resguarda y al mismo tiempo es frágil. Hoy vivo en una casa no es mía y que comparto, que aún estoy por descubrir. Hoy sé que quiero abrir todas sus puertas.
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