domingo, 4 de septiembre de 2011

El seminarista de los ojos negros (versión remix)



Al principio me quedé pensando si el estríper traía una sotana porque se sentía la versión pirata del protagonista de Matrix o si más bien su vestuario estaba inspirado en los versos del Seminarista de los ojos negros.  El asunto es que, acostumbrada a ver esas sotanas negras siempre en otros ámbitos (la infancia en escuela de monjas, el catecismo, los retiros espirituales, la iconografía y el imaginario de cientos de libros de vidas de mártires y religiosos; y más adelante, en la universidad en la carrera de filosofía con mis compañeros seminaristas, en las múltiples ocasiones en las que me sentí comprometida a asistir a alguna ordenación sacerdotal o a las misas; y qué decir que cuando  de cuando tenía que tomar clases en los salones del seminario y deambular por sus pasillos) el hecho de verla de súbito ahí, sobre el pequeño escenario central, bajo las luces intermitentes, el humo y la estridencia de una música que pretendía provocar un ambiente de cierta sacralidad barata con remixes gregorianos, me produjo un efecto ambiguo, trajo a mi memoria la imagen de una fotografía de Duane Michaels donde aparecen dos hombres, uno lleva una sotana y con un crucifijo que hace las veces de arma apunta a la sien del otro.

Perdida en mis elucubraciones no me di cuenta cuando el chico se despojó de la sotana. Los estrípers me han causado siempre una sensación de tristeza dulzona, no sé por qué. Recuerdo el primer estríper que vi en mi vida. Fue en el año 2004, era un miércoles de abril, salíamos de un taller de guión con el escritor tamaulipeco Óscar Martínez Vélez y alguien propuso ir a un lugar que supuestamente estaba de moda por esos tiempos. Era miércoles así que el lugar estaba prácticamente vacío, pedimos unas cervezas y estuvimos platicando, yo no tenía ni la menor idea de que cerca de la medianoche habría un espectáculo de estrípers, y por supuesto menos tenía idea de cómo era un show de tal naturaleza. El caso es que de pronto y salidas de la nada, una parvada de chamaquitas de grito histérico abarrotaron el establecimiento y eso fue el detonante para que iniciara el show.

A unos cuantos metros de mí estaba una pequeña pista redonda, a ella subió un muchacho no demasiado joven (tendría entre veinte y veinticinco años), no era un casi adolescente como muchos que he visto después, no, era un hombre joven, de tez aperlada, de complexión no tan delgada sino más bien con una tonificación muscular regular, su cabello era castaño y sus ojos claros. Guapo, muy guapo, con ese atractivo de ciertos hombres que parecen niños grandes. Recuerdo que su belleza sobresalía en aquel lugar de sillas más bien mugrientas y de mal gusto. Recuerdo nítidamente, no su mirada, ni sus movimientos de delicada parsimonia, sino la sensación que aquella imagen provocó en mí. Lo que yo sentí al ver el primer estríper de mi vida, definitivamente fue ternura. Había algo en su mirada, no tenía esa actitud socarrona o soberbia que he visto en otros. Había una cierta melancolía no sé si real o ficticia, no sé si suya o proyectada a través de mi mirada ¿importa? La desnudez de aquel hombre fue en todo caso algo más que el referente corpóreo de un contoneo premeditadamente sexual: fue en ese instante y para siempre la nostálgica exhibición de un cuerpo que se sabe deseado, objeto de deseo.

Cuando volví al presente el estríper con sotana era sólo un cuerpo fugaz en movimiento, pliegues de tela oscura, memoria reciclándose, contemplación.

Al final la sotana quedó sobre el pequeño escenario, inmune, casta.