lunes, 23 de mayo de 2011

El verdadero día del fin del mundo


De niña mi madre me contaba una historia sobre el fin del mundo que ella sobrevivió. Resulta que allá en sus mocedades se pronosticó que el fin del mundo acaecería en 1967. No recuerdo que me haya proporcionado una fecha específica, sólo conservo el dato sobre el año. El caso es que una amiga suya se lo tomó muy tan en serio el vaticinio que decidió no estudiar, no casarse, en fin, no hacer gran cosa con su vida,  dada la manifiesta futilidad de labrarse un futuro que no tenía posibilidades de existencia. 

Como a todos nos consta, 1967 no fue el año del fin del mundo. 1967 no cumplió la promesa apocalíptica que le habían adjudicado; en lugar de eso, transcurrió con la vitalidad, rutina y contratiempos de un año común y corriente. Así que la mujer que creía que el fin del mundo ocurriría en 1967 se quedó con un palmo de narices: sin futuro y sin presente, porque nada había construido.

Hace apenas un par de días me enteré de qué iba toda esta tomadura de pelo acerca de que hoy sábado, día en que escribo la presente columna, ocurriría el tan temido día del fin del mundo. Los cálculos matemáticos de un ingeniero llamado Harold Camping habrían arrojado como resultado esta fecha para tan funesto evento. En fin,  otra charada más para entretenernos, hacer bromas y dejar fluir el estrés en las redes sociales. Sin embargo, como suele ocurrir, el humor refleja y decanta muchas de nuestras preocupaciones reales, así como juicios sobre temas trascendentes.

Porque lo cierto es que el verdadero día del fin del mundo está cada día más próximo a nosotros. El verdadero día del fin del mundo se ha vuelto ya nuestra sombra, acompaña nuestro caminar y nuestra vida de forma casi inherente. La cuestión es simple, me la explicaba ya mi abuela, precisamente también en mi infancia: el mundo se acaba cuando uno se muere. La cosa es que morirse, a estar alturas y en este país, es una posibilidad cada vez más cercana. La muerte se apuesta en cualquier esquina, en cualquier carretera, en cualquier rincón de cualquier ciudad, de noche y de día, ya no hay distingos ni certezas de nada. La muerte dicta los verdaderos días del fin del mundo a cada instante y de forma caprichosa.

Siempre he tenido una conciencia de la finitud bastante clara. La naturaleza ontológica del ser humano lo define como un ser mortal. La condición del ser humano implica el hecho irrevocable de que algún día habremos de morir. Sin embargo, quizá porque de otra forma no nos sería posible vivir, los seres humanos hacemos de todo por olvidar ese hecho irrenunciable. Así, hay padres que les mienten a sus hijos para ofrecerles el confort de la seguridad diciéndoles: yo no me voy a morir nunca. 

No son estos tiempos de mentir ni de evadir. Todos somos blancos, objetivos. Todos estamos por default en la mirilla. 

Me parece que son tiempos de asumir el riesgo de estar vivos. Son tiempos de apostarle al presente. De cobijarnos al Aquí y al Ahora como único espacio posible, como única alternativa para una plenitud tangible. 
El día del fin del mundo no ocurrirá hoy sábado 21 de mayo de 2011, y ustedes lo saben porque justo en este momento en que me leen ya es lunes 23 y sus vidas transcurren de forma relativamente normal. 

El día del fin del mundo, el verdadero, ocurrirá de forma imprevista y no nos dará tiempo de empacar nada en la maleta de las lamentaciones. 

No creo que haya recetas fáciles para enfrentar la idea de la muerte. No creo que haya antídotos contra la incertidumbre que vivimos a causa de la inseguridad. No creo que por más años que padezcamos los embates de esta guerra sea posible acostumbrarse a la circunstancia de vivir en un campo minado. Sin embargo, hay ocasiones, en que como escribiera la novelista española Rosa Montero, sólo queda: respirar y seguir. Respirar y seguir. Asumir y gozar, que a pesar de todo, hoy, en este instante, estamos vivos. 

lunes, 16 de mayo de 2011

Cartas


A lo largo de mi vida he mantenido correspondencia con personas que han intervenido de forma decisiva en mi existencia. Durante muchos años escribí largas cartas y acudí innumerables veces a la oficina de correo postal con la intención de que, ante el azoro de algunos empleados de ventanillas grises y rostros ídem, cientos de hojas escritas a mano, enfundadas en sobres amarillos, viajaran kilómetros y kilómetros para llegar a sus destinos. 

Siempre he creído que el destinatario de toda carta es, primordialmente, uno mismo. Quizá por eso me agrada tanto la literatura epistolar, los libros que reúnen las cartas entre dos escritores o las novelas cuyas tramas se desarrollan a través de un intercambio de misivas. Creo que descubrimos más de nosotros mismos, de los escritores y de sus personajes, a través de esa especie de streap tease que hacemos cuando nos describimos con palabras en una carta. 

Confieso que ante la aparición del correo electrónico he abandonado casi en su totalidad la entrañable práctica del envío postal. ¿Qué puedo decir? Me dejé seducir por la inmediatez ¿quién puede resistirse a que sus palabras se hagan presentes en fracciones de segundos ante los ojos de su lector objetivo? ¿Quién no desea tener noticias lo más pronto posible de aquella persona de la que se desea, de la que se necesita saber cómo se encuentra, qué piensa, qué le acongoja o qué le hace feliz?

Del mismo modo en que disfruté los rituales del correo postal, desde comprar el cuaderno y el bolígrafo, ese dolorcito en la mano por escribir tanto, escoger el sobre, escribir en su carátula la dirección del remitente y el destinatario, mojar con la lengua el pegamento de los bordes y cerrar definitivamente un sobre, saber que no cabe más, que el envío ha sido sellado; hasta llegar a la oficina de correos, formarse y ver la manera en que el encargado pesa tus palabras para estimar cuántas estampillas se requieren, recibir los recuadros y pegarlos en hilera o uno a uno, para, finalmente, llegar a la fase crucial del ritual, el momento en que uno introduce ese montón de palabras –que, en todo caso, sólo hablan de uno, sólo dicen quién es uno– por una pequeña rendija. Todo un orgasmo escritural ¿a poco no?

Pues de ese mismo modo disfruto el horizonte de posibilidades que plantea el correo electrónico. La facilidad de poder decir y desdecirse con sólo apretar una tecla (ahora te digo esto, ahora lo corto y lo pego, lo repliego si quiero esconderme de ti o de mí misma). Ahora comienzo este correo y descubro que aún no quiero enviártelo y lo guardo en mi bandeja de borradores. Ahora busco tu dirección y pienso en un subjetc que corresponda a la naturaleza del contenido. Pensar en el título de un correo como quien piensa en el título de un poema o de un libro. Casi casi  tan difícil o tan sencillo. El correo electrónico como una forma de decirse y desdecirse con premura.

Quizá en el fondo todo es lo mismo. Recuerdo haber arrojado al cesto muchas hojas emborronadas, haber desechado decenas de cuartillas completas. Recuerdo haber iniciado una carta y haberla soltado para continuarlas días, meses después. Esa postergación que macera el lenguaje. Tal vez todo se reduce a la cantidad de tiempo en que tardan en llegar las palabras. Tal vez todo se resume en el poder que confiere sobre el tiempo esa inminencia, esa instantaneidad. Pero definitivamente hay algo comparten correo postal y electrónico, algo que los determina en su naturaleza: una vez enviado el mensaje no hay vuelta atrás.

Lo cierto es que también he esperado muchas cartas. Lo cierto es que hay cartas que sigo esperando, cartas que sé que existen, que descansan en el buró, en el escritorio o en el disco duro de alguna computadora. Cartas que están dirigidas a mí y al mismo tiempo a mis remitentes. Cartas que me dicen quién soy y por qué razón me son escritas. Cartas que, de ser leídas, quizá cambiarían una vez más mi mundo. Cartas que justo ahora necesitaría recibir.

sábado, 7 de mayo de 2011

Cajas




Siempre me han gustado las casas grandes. Supongo que se debe a que viví mi infancia en una casa enorme. La planta alta, tan sólo, tenía seis habitaciones de muy buen tamaño. En la azotea había un cuarto que servía de bodega y la planta baja, si bien sólo tenía dos recámaras, contaba con una sala, comedor, cocina y patio muy amplios. A pesar de que sólo habitábamos la planta baja, ya que los cuartos del segundo piso los rentábamos a estudiantes, siempre me sentí dueña de toda mi casa. Y esa sensación de ser dueño de una casa, de saber que en esas paredes está tu historia, tu vida y que todo eso te pertenece, no se compara con nada, no se suple con nada. Lo sé porque a pesar de que dejé esa casa a los nueve años, entendí desde entonces lo que se siente ser dueño de algo, pertenecer a un lugar, tener raíces.

Cuando nos mudamos de Querétaro a Ciudad Valles, llegamos a una casa infinitamente menor. Recuerdo mi desilusión y enfado. Minúscula sala y comedor, una sola recámara y un solo baño, un patiecito interior y una franja de terreno baldío. La casa del hambre, la bautizaría años más tarde en un poema. Ese fue mi casa hasta los 16 años y todavía en mis pesadillas luce sombría. Una pequeña jaula con barrotes y todo. Una fosa, pero también un túnel, un pasaporte falso y sin embargo útil. Es increíble hasta qué punto el espacio que habitamos nos define. Esa casa siempre me expulsaba, me exigía escapar ante la inminente asfixia que me provocaba. Esa casa representa toda la miseria y toda la liberación, todos los miedos y todas las batallas, todo el silencio y todas mis voces. A pesar de que aquel inmueble era mío legalmente, nunca la sentí mi hogar, porque para efectos prácticos, fue sólo un techo, un triste sitio donde guarecerse mientras la tormenta.

De los 16 a los 17 me fui a CONAFE, a dar clases a una pequeña comunidad cerca del ingenio de La Hincada. Los padres de familia de los niños me hospedaban en sus casas, Dormía en sus salas, en catres, en hamacas, en pequeñas camitas instaladas en algún rincón. Yo sólo era una huésped, en todo caso una intrusa, pero a pesar de la sencillez de las casas y la precaria situación económica de sus moradores, me sentía mejor siendo una huésped, me sentía mejor sabiéndome en esa especie de limbo, envuelta de la neblina que rodea al visitante, al nómada.

Después me mudé a Tampico a estudiar la universidad y pasé tres años en una casa de asistencia compartiendo un cuarto en un segundo piso. Era una casa grande pero tan llena de gente que el espacio se acortaba. Casi nunca estaba sola. Siempre había personas en la sala y en la cocina, siempre había que esperar turno para el baño. Y aunque, por fortuna, la mayoría de mis compañeras de cuarto solían pasar poco tiempo en la habitación, de cualquier forma esa habitación tampoco fue mía.

A lo largo de los años fui viviendo en diferentes casas y departamentos. Todos esos lugares siempre me parecieron cajas, pequeñas cajitas de zapatos, donde yo era par o impar, según las circunstancias.  Estuve siete años en el último departamento que habité en Tampico y la verdad es que no lo extraño. En realidad creo que toda mi vida lo único que en verdad extrañé fue esa casa amarilla de dos pisos de mi infancia.

Hoy vivo en una casa blanca y grande. No es la casa de mi niñez. No hay historias mías escritas aún en sus muros. Hoy vivo en esta casa hecha de presente sin futuro. Hoy vivo en una casa que me resguarda y al mismo tiempo es frágil. Hoy vivo en una casa no es mía y que comparto, que aún estoy por descubrir. Hoy sé que quiero abrir todas sus puertas.