domingo, 23 de agosto de 2009

Nahuales


Todos somos un disfraz que nos desdice. Nos desdice porque al ocultar revela, porque disfrazarse desde la piel es más bien un desnudarse. La evidencia de lo íntimo manifestada en la investidura: somos nuestros ropajes, nuestras máscaras. Somos ese Otro que a partir de nosotros mismos construimos.


Todos somos nahuales, dice Salvador Mitre. No, me corrijo, no Salvador Mitre sino su nahual. Lo dice un escarabajo acrílico que afirma ser Salvador Mitre. Kafkiano, si. Aquí los insectos son conversaciones fragmentadas. Crepusculares. Aquí subyace esa tristeza festiva de las despedidas. Lo que se está marchando, ese murmullo.


Aquí la danza de lo efímero es también una vasija cotidiana, el rumor helicoidal de un caracol rojizo. Cuerdas tensadas donde rasgar la ausencia. Rendijas. Pequeñas muescas. Goznes de postigos siempre abiertos. Aquí el vidrio es mixtura. “Hazme un regalo esta noche”, dicen las esquirlas que sucumben a la ignición. Y el metal que se decanta al ser soporte, sutileza de filos, empuñadura de la memoria. Y las palabras que se adhieren al amate. La música que a las fieras. Y los ojos del colibrí que me perturban. Que me interrogan. Que no me dejan marcharme sin su escrutinio. Si soy también nahual soy este colibrí. Este instante en que ambos nos reconocemos. La pertenencia.


Aquí oruga, jabalí, águila, pez. Aquí el cuerpo como ofrenda. La multiplicación de los panes. Aquí la sensación de alimentarse del viento. Seres maleables, como si llevados por el soplo animal de la materia que nos anima. Llevados, sí. Impulsados como un móvil. Figurillas de cerámica que si frágiles indelebles al tacto.


Algo se ríe de nosotros en el espejo antropomorfo de Mitre. Una pequeña risa se escucha al fondo del diálogo circular que uno entabla con la finitud. Aquí todo es breve, todo parece estar a punto de desaparecer. Porque la magia es eso, un intervalo entre lo real y lo imposible. Porque la magia es, en todo caso para Mitre, un instrumento de precisión para medir la velocidad del viento sobre las alas de las mariposas.


[“Nahual”, selección de 24 piezas de Salvador Mitre, se expone en la Casa de la Cultura de Tampico hasta el 31 de agosto. La entrada es libre].

jueves, 20 de agosto de 2009

Isla de luz


Uno entiende lo que las Ítacas significan cuando está dispuesto a emprender un largo viaje lleno de aventuras y descubrimientos; cuando a lestrigones y cíclopes no teme, porque no los sabe empozados en su alma; cuando desea entrar a puertos desconocidos y aprender de los sabios; cuando no apresura el paso y deja que las noches duren lo que tengan que durar; cuando comprende que las Ítacas no son sino islas de luz que nos hacen embarcarnos en maravillosos periplos.


La tarde en que leí las primeras hojas de Isla de luz de Silvia Pratt no pude evitar sentir que estaba a punto de iniciar un viaje -por eso recordé la Ítaca de Cavafis-, un viaje desde la ceguera hacia la reminiscencia de una luz que no puede verse directamente, sino sólo a través de sus reflejos inscritos en las cosas, en el ser de lo más frágil y simple, como el azogue del agua o la hoja de un árbol -por eso recordé a Platón y al mito de la caverna-, por eso al dar vuelta a cada una de las páginas me fui perdiendo en mi propia travesía.


Qué tan largo será este viaje, pensé, si hay que partir desde el vacío y la auriga nos advierte que nuestros días serán sisifescos, que tendremos que recomenzar la marcha una y otra vez, una y otra vez entre la bruma del tártaro y la oquedad de nuestra propia ceniza, entre fango, ciénegas y pantanos, entre la negrura de un oscuro reino.


Pero quiénes no han caminado y caminado sólo para caer rendidos y despertar en el mismo sitio del cuál creían haberse alejado, quiénes no se han sabido extraviados, ajenos, quiénes no han sido carcomidos por el miedo, por la angustia por la duda. Quién, dice el coro de la auriga, quién no ha tejido como arácnido incansable con el terrible hilo del desamparo.

Qué tan profundo será este viaje, pensé, si hay que partir desde la propia finitud, desde el propio desmoronarse como el polvo que somos, como el tiempo roído que nos vuelve penumbra, letargo, leve murmullo de ser; si hay que ir en busca de la mano prodigiosa que dispone el orden del cosmos y el fulgor del universo; si no debe bastarnos la sed de invocar y convocar, de conjurar la urdimbre, la presencia del enigma; si debemos mirarnos en el espejo de los dioses para encontrar el rostro de nuestro destino, para saber lo que no somos, para aceptar lo que nunca podremos ser y aún así, rebelarnos.

Qué tan arriesgado, qué tan solitario, si para realizarlo hay que ir más allá de uno mismo, más allá de las orillas de lo efímero, más allá de la memoria y del olvido, más allá de la muerte que nos acecha en nuestra propia morada, más allá de nuestro cuerpo que se desdice con palabras de pátina y salitre.


Qué tan irreversible será este viaje, pensé, si sólo quien busca la luz sabe que el círculo del tiempo nos conduce al mismo punto; si sólo quien busca la luz no teme encontrarla entre las tinieblas, aún más, busca precisamente esa luz que se teje entre las sombras, si sólo quien busca la luz enfrenta su orfandad, su inmanencia cósmica; si sólo quien busca la luz abre sin temor la caja de Pandora.

sábado, 8 de agosto de 2009

Seda



Hay libros que deberían venir con una advertencia. Un cintillo exterior que nos previniera sobre el modo en que habrán de cimbrarnos. Que nos dijeran claramente: voy a noquearte, no podrás levantarte de la lona durante el conteo. Que incluyeran, por ejemplo, un instructivo para sobrevivirlos, una guía práctica de actuación para aprender a fingir después de haber leído su última página, que todo sigue igual, que sigue siendo uno la misma persona y no ese otro, ese desconocido en el que, de forma irreversible, terminan transformándonos.

Esta semana leí un libro así. Lo compré el lunes y lo curioso es que ni siquiera revisé la cuarta de forros o la solapa, cosa que suelo hacer por lo regular para saber algo del autor. Tampoco era mi intención comprar libros ese día, en realidad sólo iba a comer pero al pasar por el área de libros de pronto una palabra: Seda. Ya antes me habían hablado de Alessandro Baricco [me habías hablado tú por vez primera]. Ya antes, en noviembre para ser exacta, lo había buscado en la FIL, pero curiosamente estaba agotado y no pude adquirirlo entonces. No creo en supersticiones ni en la idea de destino. Con los libros, con su llegada a uno, mi fe tiene sustento absoluto en el azar. Pero el azar, la casualidad y la coincidencia, como bien señala Cerebro (la científica alcohólica de Instrucciones para salvar al mundo de Rosa Montero) parecen tener un patrón, una norma que sigue una lógica no lejana a la racionalidad. Vasos comunicantes. De eso parece tratarse todo. La coincidencia es también ley: algo que se repite, que no llega solo, que nos sigue los pasos cuando cruzamos la calle.

Trayectos. Lo compré el lunes pero lo deposité en un extremo de mi mesa del comedor. Esa quietud de un libro que aún no. Mi lectura comenzó el martes. Leí Seda en el camión rumbo a mi oficina y de regreso a casa, en carros de ruta, en la antesala de oficinas, en periodos de espera. El miércoles, la con la mitad avanzada, de verdad quería huir de mi trabajo para seguir leyéndolo. Sin embargo la contención, la postergación. [Lo curioso es que en esa mesa donde reposó Seda su primera noche en casa, antes de ser leído, estaba también Nada, de Carmen Laforet. El azar como un llamado intertextual. Estaba ahí porque voy a prestarlo. Estaba ahí porque es un libro de esos que debía haber llegado a mis manos con advertencia]

La tarde del miércoles, luego de comer, recostada en mi sofá. Ahí el último tercio que faltaba por leer. Esa nostalgia por las cosas que nunca se vivirán de la que habla Hervé Joncour, su protagonista. Ese dolor extraño. [Las pequeñas agujas de las que te hablé, esas minúsculas astillas encajándose paulatinas, casi imperceptibles] La invisibilidad del fin del mundo.

De cómo la seda es nada y la nada es seda. De eso se trata todo esto. Este tejido [ese paso en el aire suspendido] que somos. La noción de la potencia y el acto aristotélicos. Ítaca. Este trayecto que somos.

Yo esa tarde sobre la lona. Sobre la lona que no vencida, no es lo mismo. Yo esa tarde sobre la lona: otra. Esta que ahora les advierte que no lean Seda. Que no lean Seda si no quieren ser otros, cambiar de nombre y apellido.

domingo, 2 de agosto de 2009

Infancia





¿Es la niñez un edén de dicha inocente o un tiempo de apretar los dientes y aguantarse? Si alguna vez te perturbó el ciego amor de tu madre y aún así quisiste que no poseyera otro presente sino tú; si alguna vez no entendiste qué sitio ocupaba tu padre desde su sombra invisible en el hogar y sin embargo lo convertiste en el espejo que medía la imagen de tu estatura y el sabor de tus ambiciones; si alguna vez sentiste que tu familia era inusualmente extraña, que te habían condenado a ser diferente, a nunca poder encajar en la normalidad de los demás; si alguna vez un viaje en bicicleta hacia el colegio fue la navegación de tus sueños hendiendo la niebla de una aventura infinita, sin oír otra cosa que el suave susurro de las ruedas; si alguna vez intuiste la libertad de la Belleza, la intensidad fluvial de los sentidos y fuiste capaz de oler y destilar el oscuro erotismo del Deseo; si alguna vez mentiste con el placer de saber que la verdad era sólo un juego y la ficción una realidad más verdadera que la Realidad; si alguna vez tuviste que adoptar religión y nacionalidad sin discernir ni siquiera si dios existía o no, ni si valía la pena pertenecer a un país sin héroes, un país lleno de extraños y discordia; si alguna vez no descifraste el lenguaje de los adultos y sus voces sólo emitían palabras transparentes que se deshacían como significados sin cuerpo; si alguna vez, a pesar del miedo a lo desconocido –ese monstruo sin rostro cuya mirada vacía te petrifica- pensaste: nada puede herirme, no hay nada de lo que no sea capaz… entonces, al leer, al internarte en Infancia: escenas de una vida en provincia, memorias autobiográficas de J.M Coetzee (Premio Nóbel de Literatura 2003) sabrás que ningún tiempo es suficiente cuando se ama un lugar de manera tan devoradora; que toda infancia es un laberinto, una patria derruida de la que somos habitantes exiliados, una ambrosia matricial que deseamos durante nuestras vidas, afanosa, imposiblemente reconstruir, sin alcanzar comprender de manera cabal que es ella nuestra ineluctable morada, que como ha escrito la española Rosa Montero, la infancia es el lugar que habitamos para siempre.